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martes, 16 de noviembre de 2010

EL MOÑO DE ISABEL

Quién me iba a decir a mí que me podía pasar esto. A mí, que he tenido más mala estrella que aquél al que se cagó la paloma en una plaza abarrotada de gente…¡y encontrarme 50 euros en la puerta del ascensor!
Me educaron con el catecismo bajo el brazo y una moneda entre las rodillas, para que nunca separara las piernas (“¡Tú, que la monedita no se te caiga, hija!”, me decían mis padres) y debido a ello yo debería haber ido puerta por puerta del edificio y haber buscado al dueño de ese billete. Pero no, tuve un momento de lucidez y me dije: “Mira, Isabel, antes de que se los quede otro que finja ser su dueño y no lo sea, te los quedas tú, que ya está bien de limpiar escaleras por cuatro perras, y nadie te lo valore, ¿eh?”. Así que me los he quedado. Reconozco que cierta pelusilla se me ha quedado en la conciencia, pero…¡anda ya! Se me va a quitar en cuanto me siente en la peluquería.
Sí, he decidido gastarme los 50 euros en la peluquería. Ni me acuerdo ya de la última vez que fui a una. Creo que para la cena a la que mi difunto Sancho me invitó por nuestro vigésimo aniversario. Pobre, ése fue nuestro último aniversario juntos, hace ya siete años. Así que por él me voy a poner un moño como el que me hice esa noche.

- Usted dirá señora- me dice la peluquera.
- Quiero un moño bien bonito, bien alto, muy apretado, ¿sabe?
- Pase por aquí.
Y allí me jalona el pelo, me lo desenreda bien, me lo estira, me lo separa en tiras, me lo lía, me lo deslía, me lo agarra con ganchillos, me lo baña en laca…
- Ya está. ¿Le gusta? – y la peluquera me extiende un espejo para vérmelo.
- Me encanta. A mi Sancho le encantaría.
- Son 45 euros.
Y yo le largo orgullosa mi billete.

De vuelta a casa, camino muy derecha, con el moño muy alto, mi pelo muy tirante.
- ¡Isabel, qué guapota te has puesto, mujer! ¿Te ha “salío” un plan, chiquilla? – me grita Manolo, el frutero, que yo creo que me anda tirando los tejos.
- Muchas gracias, Manolo, hijo, que Dios te conserve la gracia por muchos años.
Y me voy para mi casa, muy contenta. Pero, al ponerme frente al espejo que tengo en el salón, sobre el mueble donde guardo la mantelería, me miro y me da la sensación que oigo la voz de mi Sancho, que me dice:
- Ay, Isabel, gordita mía, si a mí me gustas tú con tu melena negra suelta, al natural, como tú eres.
Parece que lo estoy viendo, ahí sentado en su butacón, con el periódico en las manos, las babuchas puestas y el chándal que se ponía para estar por casa. ¡Cómo lo echo de menos! Así que me suelto el moño, para mi Sancho, que Dios lo tenga en su gloria. Y mañana cogeré los 50 euros que tengo guardados en mi cajita de los ahorros e iré a ver si encuentro quién lo perdió.

LA EXTRAÑA RECLAMACIÓN (o cómo pedir cuentas por el amor que no llega)

- Buenos días, ¿es aquí donde un consumidor puede poner una reclamación?
Levanté la mirada del teclado del ordenador (aún me cuesta escribir algo sin tener que mirar dónde debo poner los dedos) y vi ante mí un hombre joven, de unos treinta y tantos años, bien vestido, pelo negro y abundante, peinado hacia atrás, gafas de diseño moderno y una carpeta en las manos. Olía bien, a limpio, a recién duchado y afeitado.
- Sí, esta es la oficina del consumidor.
- ¿De cualquier tipo de consumidor?
- Hombre, de cualquier tipo…- dije, con expresión burlona.
El hombre no se rió, así que rápidamente borré la sonrisa que había empezado a esbozar en mi rostro y recuperé la compostura.
- Deseo poner una queja.
- Usted dirá.
- Quiero quejarme de que me hayan partido el corazón por enésima vez.
Bizqueé y contuve no sé si una carcajada o un grito de socorro por haberme tocado al loco del día. Crucé los dedos de las manos, a modo de súplica, y los acerqué a mi boca. Quizá mi instinto me decía que me pusiera en oración, no sé, pero lo cierto es que el tipo ni se inmutó, sino que siguió con la explicación.
- Verá, tengo treinta y seis años. Desde los siete he sido un fiel consumidor del amor y éste me ha decepcionado. No ha sabido contentarme como usuario, muy al contrario, parece empeñado en que yo prescinda de sus servicios, cosa que sabe que no puedo hacer. ¿No es la obligación de una entidad satisfacer a sus clientes, más cuando dichos clientes han demostrado una fidelidad y una tenacidad a prueba de desengaños?
El joven pareció esperar a que yo le respondiera a su pregunta con unas palabras que lo contentaran, pero yo no acerté a encontrarlas. Es más, no acerté a hablar, así que simplemente asentí con la cabeza mientras seguía con mi pose de beata octogenaria en la misa de domingo.
- Mire, a los siete años me enamoré de mi compañera de pupitre, Olga se llamaba. Tenía unas largas trenzas pelirrojas que me tenían hipnotizado, y me pasé todo el segundo trimestre compartiendo mi bocadillo de chocolate con ella, sin protestar, un día tras otro. Cuando terminó el trimestre decidió que ya no le gustaba mi bocadillo y se marchó con el delegado de la clase, que traía para desayunar todos los días un zumo y bocadillo de chóped. ¿Me abandona por un tío que come chóped? Pues sí, así fue, y me dejó plantado, roto de amor, y con una caries de narices.
Quise sonreír. Me imaginé a esa niña de trenzas rojas zamparse sin piedad medio bocata de chocolate mientras el otro babeaba de amor y me pareció muy curioso que abandonara tan delicioso manjar por el chóped, que no tiene nada de glamur. Ciertamente, la vida es injusta a la par que incomprensible. Así que deseché la idea de sonreír y opté por asentir con la cabeza, totalmente empática.
- Hasta los catorce años no volví a poner mis ojos (ni mis bocatas) en otra chica, hasta que apareció Elena, la hija mayor de los nuevos vecinos del quinto. Era tan dulce que me quedé prendado de inmediato, y me ofrecí a enseñarle el barrio y presentarle a todos mis amigos. Cada día la esperaba y la acompañaba al instituto, que era el mismo en el que yo estudiaba. Al terminar las clases, la esperaba y la volvía a acompañar a casa. Así, un día y otro día y otro día…hasta que decidí darle el primer beso. Y justo después del mismo, ella me dijo que se había enamorado de un compañero de su clase, pero que no había querido decírmelo antes porque guardaba la esperanza de que a mí no me gustara ella. ¡O sea, que ella estuvo todo el tiempo sospechando lo que mi corazón sentía, y la muy listilla no me lo dijo sino que prefirió esperar a que yo hiciera el ridículo de aquella manera! Me pasé todo lo que quedó de curso con una depresión que me llevó a probar el tabaco. Fumaba de manera compulsiva, esperando que con el humo se esfumara mi pena, pero la pena no se fue y yo me convertí en un fumador empedernido.
Yo retiré las manos de mi boca y acerté a decir <<¡Vaya por Dios!>>, porque la verdad es que el hombre me dio pena. Un palo de esos en la adolescencia te deja marcado, y este pobre ya llevaba dos en su corta vida de Don Juan.
- ¡Dios! Oiga, Dios se ocupa de los pobres, de los marginados, de los enfermos y de las viejas que están a las puertas del cielo, pero a los enamorados no correspondidos que les parta un rayo. No digo que los otros problemas no sean importantes, pero, en fin, algo podría hacer, ¿no?
- Hombre, no compare usted el hambre en el mundo con los enamorados – contesté yo, algo indignada, pues toda mi vida he estado en colegio de monjas y las cosas de Dios me parecen muy serias.
- Un enamorado es también un hambriento – respondió él, con un halo de misterio.
Ante tamaña poesía me quedé muda, pero no por mucho tiempo, pues me dispuse a discutir esa exagerada comparación, mas no pude, pues él siguió con su relato de amoríos:
- Desde los catorce a los veinte años no cejé en mi búsqueda del amor de mi vida, pero no tuve suerte. Primero apareció Juani, con la que estuve seis meses y que me dejó porque decía que quería conocer a más gente. Luego vino Sonia, con la que salí durante un año, y que cortó conmigo porque se aburría. Después de Sonia llegó Esther, con la que estuve ocho meses hasta que rompió conmigo porque le dieron una beca de estudio en el extranjero. Como verá, en ningún momento he dejado de ser un consumidor del amor, pero parece que eso no se me tuvo en cuenta.
- Ya veo – le dije.
A estas alturas yo tenía que haber llamado ya a seguridad para que se llevara de allí a ese loco pero no lo hice porque, a decir verdad, su historia me tenía cada vez más intrigada.
- A los veintiún años conocí a Loreto. Eso sí que fue un flechazo. Nos conocimos en una fiesta que organizaron unos amigos comunes y ya no nos separamos. Estuvimos juntos diez maravillosos años, tiempo en el que me reconcilié con el amor y todos sus emisarios (entiéndase como emisario del amor a Cupido, por ejemplo). Era de cajón que aquella historia terminara en boda, es por ello por lo que en nuestro décimo aniversario le pedí matrimonio. Como en las películas, me arrodillé, extendí mis manos hacia ella, sosteniendo una cajita abierta con un anillo de oro blanco con una circonita (no me daba el dinero para un diamante) y le pedí que se casara conmigo.
- ¿Y qué pasó? - pregunté toda enganchada que estaba ya a aquella retahíla de amoríos.
- ¿Que qué pasó? ¡Que me dijo que no! Que después de tantos años juntos se había dado cuenta de que ya no sentía por mí lo que sentía al principio. Que me quería, que me tenía cariño, pero de ahí a casarse conmigo…¡vamos, que sentía lo mismo que se siente por un perro al que tienes de mascota desde hace diez años! Y allí me quedé clavado, de rodillas, con la mano que sostenía la cajita con el anillo aún extendida hacia ella y una cara de idiota que no podía con ella.
- Pues sí, un palo muy gordo- dije, realmente impactada.
- Y tanto. Tardé dos años en reponerme de aquello, hasta que conocí a otra chica, a Úrsula. Pensé que tantas experiencias vividas y tantos fracasos habían valido la pena ahora que había encontrado a Úrsula. Fue como si entonces todo adquiriese sentido, todo encajase. Todas las penas y todos los desengaños tenían que ocurrir para que ella pudiese llegar a mi vida, no sé si me entiende.
- Perfectamente – le respondí con toda vehemencia, pues sí que le había captado.
- Pero todo se fue al garete, todo fue un espejismo. Después de año y medio juntos Úrsula me dijo que se había dado cuenta que ella no está preparada para comprometerse con nadie, que no sabía si quería casarse y tener hijos y todas esas cosas que un idiota como yo sueña con tener.
Entonces al pobre hombre se le llenaron los ojos de lágrimas y la voz le tembló. Me entraron ganas de agarrarle de la mano para manifestarle mi apoyo y hacerle ver lo mucho que le entendía, pero no me pareció correcto, así que simplemente me quedé allí, asintiendo con la cabeza lentamente, haciéndole ver que su dolor es perfectamente comprensible. De repente, él sacudió la cabeza, como para recuperar la firmeza que le llevó hasta la oficina de defensa del consumidor, y me dijo:
- Así que nada, aquí vengo a poner una reclamación. No se puede tratar así a una persona que no ha hecho otra cosa que apostar por el amor una y otra vez, que ha sido cariñoso, que ha estado atento a la otra persona, que lo ha dado todo hasta agotarse. No, hombre, no. Esto es una estafa, un engaño, a la gente no se la puede tratar así, no.
Me quedé muda. Bajé la vista al mostrador y pensé que quizás ya había llegado el momento de ponerle un poco de sensatez al asunto. Estaba claro que ese señor no estaba bien. Si todo lo que me había contado era verdad, el pobre había quedado hecho polvo después de tantos chascos en el amor, y si todo lo que me había contado era una trola entonces es que ese pobre necesitaba un médico ya. Decidí convencerle de alguna manera de que eso no se podía hacer y de que estaba segura de que la vida le sorprendería con algo maravilloso, pero cuando levanté la vista y mis ojos se toparon con los suyos, pude sentir en mí todo el dolor que él llevaba por dentro, e instantáneamente recordé cómo se siente uno cuando una relación importante se acaba, cuando alguien te suelta que ya no te quiere cuando tú sigues queriendo. Recordé el pellizco que te agarra por dentro, en el pecho, tanto que te cuesta respirar. Un nudo que buscas deshacer con un profundo suspiro que a duras penas puedes lanzar porque sabes con toda certeza que el amor se ha ido para no volver, que vuelves a estar sola, que todo camino andado te vuelve a llevar al principio, sólo que más cansada, más abatida, más triste, con el corazón demasiado frágil de tantas veces que se ha roto con la esperanza decolorada, parda, sin brillo. Y te preguntas cómo seguir respirando, cómo sobrevivir a tantos recuerdos, a tantos besos que se dieron y ahora no sabes dónde quedaron exactamente. Sí, yo también me había sentido así alguna vez, y, la verdad, también me había hecho las mismas preguntas que él, así que cogí un formulario de reclamaciones y se lo extendí:
- Tenga. Y si tiene alguna duda, pregúnteme.
El joven suspiró y mirándome a los ojos me dijo <> de una forma tan sincera que me llegó al alma. Se retiró a una mesa, y, después de sonarse la nariz, se puso a rellenar el papel. Yo le observaba y pensaba en mi trayectoria en el amor. Es curioso cómo los desengaños amorosos se recuerdan de una forma más viva que los buenos momentos vividos en pareja. Creo que es así porque en el fondo el ser humano cree que el hecho de que en el amor todo funcione es lo esperable, lo deseable, y por ello, cuando todo funciona, no lo agradece, ni se sorprende por ello, lo vive porque considera que eso es lo normal que debe ocurrir, y que lo que no es normal ni deseable es sufrir por querer tanto.
Tras unos minutos, el joven vino hacia mí, y me extendió el formulario.
- ¿Tengo que hacer algo más?
- Nada más, esperar a que le contesten.
- ¿Y tarda mucho?
- Depende del número de reclamaciones, de la mayor o menos dificultad para resolver su problema…pero creo que en un mes sabrá algo.
- ¿Un mes? Los corazones no cicatrizan tan pronto.
- Cierto.
Sólo acerté a decirle eso. Entonces el joven me dio las gracias de nuevo y se despidió con un <> muy cortés. Por un momento pensé que mandar aquello era una locura, que podría caerme un puro bueno por ello. Pero esa duda me duró sólo un par de segundos. Cogí la reclamación y la puse entre las demás que tenía que enviar. <>, me dije, y miré hacia la puerta por donde el joven se había marchado. De los labios se me escapó un <> en voz baja, porque ya se sabe, digan lo que digan sobre cultivarlo, regar la plantita día a día, trabajárselo…en el fondo en el amor la suerte no sólo es importante, sino que además es necesaria.

¡Hola a todos!

Soy una apasionada de la escritura y aquí iré colgando algunos de mis escritos. Os invito a leerlos y, si os apetece, a comentarlos, y así aprender un poco más de lo que más me gusta hacer en la vida: escribir.
Gracias por entrar.

LA TÍA CLARA

La tía Clara siempre fue un personaje atípico de la familia. Desde el primer momento que puso un pie en el mundo dio la nota, porque la tía Clara nació con el pelo largo. Todos los bebés nacen con poco pelo, apenas una pelusa en la coronilla, pero la tía Clara no. Cuando a mi abuela, su madre, le llevaron la recién nacida Clara, se quedó boquiabierta, pues aquella pequeña bebé, aún todavía morada por los esfuerzos para salir de las entrañas de su madre, tenía una espesa melena negra que le llegaba por los hombros, y fue necesario poder apartarle el pelo de la cara para descubrir que Clara era una preciosa niña que había nacido sin apenas hacer ruido, con una melena negra brillante y una expresión muy serena en su rostro. Tan espesa era su melena, que, llegado el día de su bautizo, apenas tres meses después de su nacimiento, la abuela de la tía Clara quiso que se le cortara el pelo porque creía que el cura se asustaría y se negaría a echarle las aguas benditas:
- Hija, que el cura se va a asustar cuando vea una niña tan chica y con tanto pelo.
- Clarita ha nacido así y así se bautizará.
Y efectivamente, el cura se llevó un susto de muerte cuando la madre de Clara le quitó el gorrito a la niña, dejando a la vista una melena demasiado larga para una niña de apenas 3 meses. Y Clara ni siquiera se dio cuenta del agua bendita vertida sobre su cabeza pues el espesor de la melena impidió que el agua traspasara el pelo y le llegara a la cabeza.
La rareza de la tía Clara fue creciendo a la vez que crecía su melena. Fue la niña más extraña y con el pelo más largo de todo el colegio. Todos los niños la observaban siempre de lejos. Nunca se metieron con ella por ser diferente pero procuraron no mezclarse en su camino. Y es que una niña que se pasaba la hora del recreo leyendo en vez de jugar al cordel o al pilla-pilla, que se sabía perfectamente todas las preposiciones y adverbios, y, lo que era más peligroso, nunca sacaba faltas de ortografía en los dictados y hacía redacciones de más de dos folios en sólo media hora, sacando dieces en todas ellas, no podía ser una niña normal.
Y en efecto, normal no era, porque mientras las demás chicas, conforme fueron creciendo, iban haciéndose enfermeras, maestras, abogadas o dependientas en tiendas de modas, y se iban casando y teniendo hijos (como manda la sagrada tradición), la tía Clara sólo pensaba en escribir, escribir y peinar su larguísima y negra melena, que ya le llegaba por la cintura.
- Desde luego, tú tienes la culpa de que Clarita haya salido tan rara, hija. Desde ese bendito día en que la bautizasteis y el melenón le impidió que el agua le llegara a la cabecita, Clara parece estar maldita- le decía mi bisabuela a mi abuela.
- Mamá, por favor, que pareces nacida hace dos siglos con esa mentalidad, por favor.
- Si es verdad, hija. ¿No ves que no tiene amigas?
- ¿Quién dice que no las tiene?
- Hija, que no sale nunca por ahí.
- Eso no quiere decir que no tenga amigas, mamá.
- Bueno, mujer, ¿y novio? A su edad, ya debería estar, por lo menos, preparando el ajuar.
- Mira, mamá, si Clara no tiene novio, no tiene amigas será que la gente con que se ha topado no ha sabido valorarla, ¿no?
- ¿Nadie, nadie la ha sabido valorar?
- Déjalo ya, mamá.
- Y escribir…¿eso le va a dar de comer?
- Déjalo ya, mamá, por favor.
- Y esos pelos…¡podría arreglarse la melenita, que parece una bruja…!
- ¿Tú quieres a Clara, mamá?
- Claro, hija, ¿no la voy a querer? Si es mi nieta…
- Pues ya está. Clarita es así, y así la tenemos que querer.
Mi madre presenció aquella conversación mientras ayudaba a pelar patatas, y siempre me dice que, en cuanto su madre hizo aquella pregunta, ella dejó de pelar patatas y las miró fijamente, primero a su abuela y luego a su madre, que habían reanudado la labor de pelar patatas. Y nunca supo qué fue peor, si aquel silencio que de repente se extendió en aquella cocina, o el hecho de que a Clarita “había que quererla”, como si de una obligación se tratara.
Nunca supieron con certeza si la tía Clara era ajena a estas conversaciones que se producían casi siempre entre pucheros. Mi madre siempre cuenta que la tía siempre parecía estar en su mundo, un mundo secreto al que nos invitaba de vez en cuando, cuando nos leía uno de sus cuentos. Entonces, dice mi madre, todo parecía llenarse de magia y todos creyeron que podría ser una buena escritora.
Otras veces, me decía, la tía Clara miraba con tristeza a su madre, como si sintiera pena no ser lo que se suponía que tenía que ser para hacerla feliz. Y cuando su madre se percataba de ello, le decía, acariciándole el hermoso pelo largo:
- Anda, Clarita, cuéntame un cuento.
Y la tía Clara lo hacía, transportándola lejos, muy lejos de todos sus pensamientos, preocupaciones y tristezas que el día le había deparado.
Pero un día, harta de oír tras la puerta de la cocina los reproches de su abuela, la tía Clara tomó la decisión de su vida: se cortó el pelo. Sin decir nada a nadie se marchó a la peluquería del barrio, ese barrio que también tanto la criticaba, y se lo cortó. La larga cabellera que le llegaba hasta la rabadilla quedó reducida a un peinado de cuello corto, patillas y flequillo largos, y volumen en la parte alta de la cabeza. Mi madre decía que aquello en casa fue toda una revolución: todos alabaron su acierto en el cambio de imagen, en especial la abuela, que, contenta, dijo:
- ¡Ahora sí que te va a salir novio, Clarita!
Y Clarita suspiró, aliviada.
A partir de ese momento, la tía Clara recibió llamadas de algunas chicas y chicos que preguntaban por ese cambio que a todos había dejado boquiabiertos, e insistieron en quedar con ella y tomar un café con la nueva Clara. Y la tía empezó a salir más, a ir de acá para allá, a comprarse ropa, presumir, tontear…¡hasta cazar marido logró, para satisfacción de todos y alivio de su abuela!
La tía Clara, con su nuevo peinado y su nueva vida, logró ser una chica como todas las demás, y mi madre dice que tanto su madre como su abuela parecían ya quererla de forma espontánea, sin tener que esforzarse para ello. Pero cuenta mi madre que la tía nunca más escribió. En el suelo de la peluquería no sólo quedaron un montón de cabellos huérfanos, sino miles de palabras, de sueños, de historias mágicas que nunca más volvieron a aquella casa donde parecía que la tradición y la normalidad habían ganado a la fantasía.
Yo también nací con el pelo largo. Mi madre dice, con sorna, que cuando me llevaron junto a ella en el hospital, recién nacida, me habían puesto una horquilla en el pelo que me dejara los ojos al descubierto. Dice que inmediatamente pensó en Clara, y en ese momento comprendió que a mí no me “tendría que querer”, sino que me querría sin más, tal y como fuera.
Como la tía Clara, yo también fui una especie de bicho raro de pequeña. Adoraba los libros y la escritura, y aún los sigo adorando. Los necesito tanto como respirar. De hecho, yo creo que más que aire, respiro palabras. Las inhalo, y luego las exhalo en el orden en que se me antoja.
Mi pelo no creció con la continuidad con que creció el de la tía Clara. A veces me lo he dejado largo, luego, con el calor me lo cortaba, luego me lo volvía a dejar crecer…Y con cada cambio siempre temí cambiar como lo hizo la tía Clara, siempre temí que las palabras me abandonaran y yo nunca volviera a ser aquello para lo que yo creo que nací. Pero nunca fue así. Lo único que yo tenía que dejarme largo para que nunca me abandonaran fue la confianza en mí misma.