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lunes, 22 de noviembre de 2010

LA HUELLA DE UN BESO (fue finalista en el certamen de relatos "El Beso de Rechenna" en el presente año)


Corría el año 1974. Mis padres, unos ricos viticultores, organizaron una fiesta de cumpleaños por mi mayoría de edad. Yo, aunque era un joven espabilado, curioso y, por qué no decirlo, de buen ver, no había probado aún mujer. Oí maravillas sobre ellas: en las películas, en las novelas, en las conversaciones que espiaba tras la puerta del despacho de mi padre… pero aún no había llegado mi momento. Así que soñé mucho tiempo con aquella fiesta porque estaba convencido de que el mundo de la  mujer y sus misterios se me desvelarían por primera vez en tan esperado evento. Y tuve el convencimiento de que así ocurriría cuando la fiesta comenzó, pues en mi vida vi tanta mujer hermosa reunida bajo un mismo techo.
Mis padres me pasearon incansablemente entre las mesas, presentándome a unos y otros. Yo sólo me fijaba en sus hijas. Me sentía como un viejo verde, pero el ardor y la impaciencia propios de mi edad golpeaban fuertemente sobre mi pecho y sentía que la noche era joven y prometía mucho. Conocí a muchas chicas, todas a cuál más bella, pero con ninguna me decidía a ir más allá. Hasta que llegó el momento del brindis. Las elegantes copas de cava se llenaron hasta la mitad y se alzaron hacia arriba por mí. Bebí un sorbo y, entonces, la vi. No, no se confundan. No vi a la mujer de mis desvelos, lo que vi fue una copa de cava a medio llenar, depositada estratégicamente sobre una mesa, y en ella grabados los labios más bonitos que jamás en mi corta vida de don Juan había visto. Me acerqué a la mesa y cogí la copa para observar de cerca aquella maravillosa huella de color rojo vivo. Esas grietas dibujadas y aquel grosor dejaban a la imaginación unos labios carnosos que, seguramente, sabrían a cereza madura o a fresón. Hipnotizado por aquella imagen anduve como loco por los salones de la fiesta buscando a la propietaria de aquellos labios de cuento, soñando con los besos que podría dar. Pero nada, ninguna copa de mujer llevaba esculpidos unos labios como los que tenía la copa que me resistía a soltar, y ninguna mujer parecía ser la dueña de tan hermosa marca. La fiesta terminó, pero mi búsqueda no, pues tanto insistí a mis padres con el tema que me ayudaron a hacer algo increíble: organizar una búsqueda oficial de aquellos labios.
En el periódico escribí una reseña en la que convocaba <<a todas las mujeres que asistieron a mi fiesta, pues una de ellas había dejado en mi casa algo que le pertenecía y yo quería devolvérselo en persona y, de paso, si ella lo quisiera, podríamos conocernos mejor>>.  Sólo exigía que vinieran con los labios pintados de color rojo intenso. Y no sé si fue la curiosidad o el romanticismo que inspiraba el que aquello pareciera el cuento de la Cenicienta y yo el príncipe que buscaba a su princesa, o simple y llanamente, el aroma que desprendía la fortuna de mi familia, fueron muchas las mujeres que acudieron a lo que posteriormente se llamó “el casting del beso en la copa”. A todas les hice pasar por el mismo protocolo: beber un sorbo de una copa de cava exactamente igual a la original. Y, sin preguntar ni cuestionar nada, una a una lo hacían obedientemente. Para tristeza mía (y supongo de las allí presentes) yo no hallé entre tanta señora mis soñados labios. Ninguna mujer dejó en ninguna copa una filigrana tan perfecta y delicada como la de la copa que yo hallé en mi fiesta y que celosamente guardaba en una caja en el fondo del armario. Quizás aquella mujer no estaba en la ciudad, o quizás aquella huella era tan perfecta que no podía volver a repetirse otra igual, lo cierto es que no la encontré no sólo entonces, sino nunca más en mi vida.
Lo que podría haber sido una gran decepción no fue más que un primer paso en mi larga carrera en el amor. Guardé la copa con esos divinos labios marcados en su borde como quien guarda en su memoria al primer amor, y desde entonces fui saciando poco a poco mi curiosidad por el sexo femenino hasta que encontré a Isabel, la mujer de mi vida, con la que me casé y formé una familia. Ella hizo que mi carrera de Casanova frenara en seco, y nunca me arrepentí de ello. Además he decir que sus labios sí que dejan una estampa preciosa en la copa cuando bebe. Aquello fue lo que hizo que quemara mis naves y me rindiera para siempre ante ella, porque, eso sí, llámenme fetichista si lo desean, pero una de las cosas en las que me fijo en una mujer es en la marca que dejan sus labios en la copa.
Todos los años, en Nochevieja, en el momento del brindis con el cava, saco la copa y le cuento a mis hijos y nietos la historia del “casting del beso en la copa”, y no me creen. No sé si ustedes me habrán creído pero, por si acaso, les daré un consejo: si están en plena búsqueda del amor y tienen a una candidata a la vista, fíjense en la marca que dejan sus labios en una copa, porque labios que no son grabados con primor, besos que nunca serán sellados con pasión en el corazón del hombre que los reciba.