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sábado, 4 de diciembre de 2010

EL MOÑO DE ISABEL

            Quién me iba a decir a mí que me podía pasar esto. A mí, que he tenido más mala estrella que aquél al que se cagó la paloma en una plaza abarrotada de gente…¡y encontrarme 50 euros en la puerta del ascensor!  
Me educaron con el catecismo bajo el brazo y una moneda entre las rodillas, para que nunca separara las piernas (“¡Tú, que la monedita no se te caiga, hija!”, me decían mis padres) y debido a ello yo debería haber ido puerta por puerta del edificio y haber buscado al dueño de ese billete. Pero no, tuve un momento de lucidez y me dije: “Mira, Isabel, antes de que se los quede otro que finja ser su dueño y no lo sea, te los quedas tú, que ya está bien de limpiar escaleras por cuatro perras, y nadie te lo valore, ¿eh?”. Así que me los he quedado. Reconozco que cierta pelusilla se me ha quedado en la conciencia, pero…¡anda ya! Se me va a quitar en cuanto me siente en la peluquería.
Sí, he decidido gastarme los 50 euros en la peluquería. Ni me acuerdo ya de la última vez que fui a una. Creo que para la cena a la que mi difunto Sancho me invitó por nuestro vigésimo aniversario. Pobre, ése fue nuestro último aniversario juntos, hace ya siete años. Así que por él me voy a poner un moño como el que me hice esa noche.

-          Usted dirá señora- me dice la peluquera.
-          Quiero un moño bien bonito, bien alto, muy apretado, ¿sabe?
-          Pase por aquí.
Y allí me jalona el pelo, me lo desenreda bien, me lo estira, me lo separa en tiras, me lo lía, me lo deslía, me lo agarra con ganchillos, me lo baña en laca…
-          Ya está. ¿Le gusta? – y la peluquera me extiende un espejo para vérmelo.
-          Me encanta. A mi Sancho le encantaría.
-          Son 45 euros.
Y yo le largo orgullosa mi billete.

De vuelta a casa, camino muy derecha, con el moño muy alto, mi pelo muy tirante.
-          ¡Isabel, qué guapota te has puesto, mujer! ¿Te ha “salío” un plan, chiquilla? – me grita Manolo, el frutero, que yo creo que me anda tirando los tejos.
-          Muchas gracias, Manolo, hijo, que Dios te conserve la gracia por muchos años.
Y me voy para mi casa, muy contenta. Pero, al ponerme frente al espejo que tengo en el salón, sobre el mueble donde guardo la mantelería, me miro y me da la sensación que oigo la voz de mi Sancho, que me dice:
-          Ay, Isabel, gordita mía, si a mí me gustas tú con tu melena negra suelta, al natural, como tú eres.
Parece que lo estoy viendo, ahí sentado en su butacón, con el periódico en las manos, las babuchas puestas y el chándal que se ponía para estar por casa. ¡Cómo lo echo de menos! Así que me suelto el moño, para mi Sancho, que Dios lo tenga en su gloria. Y mañana cogeré los 50 euros que tengo guardados en mi cajita de los ahorros e iré a ver si encuentro quién lo perdió.