Bienvenidos a mi blog

Espero que disfrutes con mis escritos. ¡Deja un comentario!



domingo, 23 de enero de 2011

3ª LEYENDA URBANA SOBRE LA SOLTERÍA: ¡APÚNTATE A UN CURSO, ALLÍ SEGURO QUE CONOCES A ALGUIEN! (2ª parte)


            Hace dos semanas que comencé el curso de cocina, y, gracias a Dios, no he vuelto a ver a Sergio. Hoy por la tarde empiezo el curso de masajes al que me apunté. Me dirijo al lugar. Es un gimnasio de moda que han abierto y, para ganar clientes, organizan cursos baratos, interesantes y que te permiten usar las instalaciones durante la realización del mismo.
            El gimnasio está fenomenal, súpermoderno. Tiene de todo: restaurante macrobiótico, salas de actividades colectivas, sala de musculación, sala de spinning, piscina, spa, sauna, solarium, tienda de ropa deportiva, salón de belleza y la sala de masajes, donde nos quedamos nosotros, los alumnos del curso, tras el tour por el gimnasio.
            La sala donde recibiremos el curso de masajes está muy muy bien, pero lo que están bien de verdad son algunos chicos que han asistido al curso. Un par de ellos son mi tipo: morenos pero con algunas canas interrumpiendo la negritud de su pelo, cuarentones, atractivos…¡y solteros! Al menos no llevaban anillo de casado, que, a estas alturas de la vida, es en lo primero en que me fijo cuando conozco a un hombre. Sí, es así. Si alguien me pregunta en qué es lo primero que me fijo cuando conozco a alguien, no digo eso de “en los ojos” o “en su sonrisa” o “en el culo”. Yo lo tengo claro: lo primero en que me fijo es en las manos, pero no por fetichismo ni nada por el estilo, sino por simple cuestión práctica: si tiene anillo de casado o no. A estas alturas, y en mi pueblo, la gran mayoría tienen anillo, así que hay que andarse con cuidado y no bajar la guardia con el primero que te venga diciéndote algo bonito. Es cierto que puede que algunos se lo quiten para una noche de escarceo amoroso, pero si algo pasara entre ese sinvergüenza-sin-anillo-cuando-tenía-que-tenerlo-puesto y yo, alma cándida errante buscando amor, no sería culpa mía, sino suya por ser eso, lo dicho, un sinvergüenza mentiroso. En fin, siento este momento de alteración. Prosigo con el curso, que promete.
            Como decía, hay un par de tipos interesantes en el curso. No están nada mal. Mmmm, pienso que este curso de masajes va a resultar una buena elección. Hay otro chico, no tan apuesto, pero que tiene su punto. Tres hombres, buen comienzo. El resto somos mujeres, cinco contando conmigo. Somos ocho en total, número par, así que, teniendo en cuenta que el curso dura unos ocho días, es estadísticamente probable que al menos una vez me toque con alguno de ellos si nos ponen por parejas, que nos pondrán, digo yo. Si no, ¿cómo vamos a aprender a masajearnos? Tuve el temor de que, con mi suerte, lo hiciéramos con muñecos hinchables o algo así. La profesora, una pelirroja y pecosa de unos cuarenta años, se presenta:
-          Buenas tarrrrdes. Me llamo Karrrrina, y porrrr mi asento podrrrrán adivinarrrr que  no soy de Trrrrrrriana. Jojojojo.
            ¿Chiste?
-          Soy alemana, perrrro afincada en España hase unos trrrrres años.
            Y entonces empieza a contarnos todo su periplo profesional. Que se marchó a la India y a China, estando dos años en cada uno de estos lugares, para profundizar y aprender de todas las técnicas de masajes de estos lugares tan sabidos en estos temas; que una vez habiendo asimilado todo sobre masajes orientales, se marchó a Estados Unidos y allí estuvo viviendo y trabajando durante tres años, de centro en centro de masajes, poniendo en práctica todo lo aprendido anteriormente y profundizando, si cabe, en el tema. Después, se marchó a Marrakech y durante seis meses trabajó en hoteles de lujo como masajista y, como no, aprendiendo sobre masajes árabes. Más tarde estuvo año y medio en Turquía, trabajando, evidentemente, como masajista y aprendiendo todo sobre baños turcos y, tras dicho año, se pasó otro más en Inglaterra, trabajando y aprendiendo, si es que aún le quedaba algo más que aprender sobre masajes. Yo ya andaba algo mareada de tanto trajín por el mapamundi cuando Karina termina, por fin, su historia:
-          Y ya me vine a España, concrrrrretamente a Andalusía, que me encanta.
            Y donde no se ha quedado para aprender nada. Se ve que, o lo sabe todo ya, o no tenemos mucho masaje autóctono que enseñar por aquí. Eso sí, descubrió la comida mediterránea, el buen vino, los toros, la siesta y el sol (viva España), y decidió que ya era hora de parar y afincarse en un sitio fijo.
            Tras la historia nos muestra un álbum de fotos que certifica todo lo contado. Vemos fotos de Karina con sari y dando masajes a un fornido hindú; vestida de mora en un baño turco y masajeando de una forma muy elegante a una señora oronda, en varios centros de masajes, masajeando de mil formas a un montón de gente, rodeada de esencias, untando cuerpos con unos ungüentos …y luego veo unas fotos que empiezan a ponerme en alerta: Karina con una especie de bastón (como el de la profesora de “Fama”) frente a un cliente tumbado boca abajo; después sosteniendo ese bastón como un rodillo de cocina de esos que amasan y dándole a la espalda del cliente  como si éste fuera una masa de pan a la que aplastar y amasar (por el que empiezo a sentir lástima, pobre, tendría una especie de promesa o penitencia que cumplir). Me asusto, pero al mirar a mi izquierda y ver a uno de los chicos del curso me planteo que quizás tiene su punto rec ibir una masaje así de uno de ellos. Me tranquilizo. Paso página y veo a Karina de pie sobre otro cliente, agarrada a unas especies de asideros en el techo, y haciendo como que camina sobre la espalda de dicho sufrido cliente. Me vuelvo a alarmar. Miro a mi lado buscando a uno de los chicos del curso para volverme a tranquilizar pero, sin embargo, veo a una de las chicas algo entradita en carnes y me la imagino sobre mí, como Karina en la foto, y me empiezo a poner nerviosa.
-          Conmigo aprenderrrrrán todas estas técnicas sin nesesidad de viajarrrrr tanto porrrrr el mundo- aclaró Karina.- Perrrrrro quierrrrrro que sepan que en mis clases hay que llevarrrr una indumentaria espesífica.
            Y entonces Karina saca unos tangas de papel muy muy pequeñitos y agitándolos en sus manos con un dedo y mirada picante nos dice:       
-          Eso sí. Aquí no quierrrrro inhibisiones. Hoy no, pero todos los días, durante las clases, que serrrrrán absolutamente prrrrrácticas, llevarán tanga. Sólo tanga. Nada de verrrrgüensas, nada de corrrrrtes absurrrrrrdos. Somos adultos y no niños de colegio. No mirrrrarrrremos los cuerrrrrrpos como tales, sino como instrrrrrrumentos de aprrrrrrrendisaje.   
            Sí, porque tú lo digas, vamos. Que voy a mirar yo a estos hombres en tanga como si fueran palos en bragas. ¡Como si yo tuviera costumbre de ver todos los días hombres semidesnudos a mi lado, dispuestos a toquetear y ser toqueteados! Que una no es de piedra. Y lo que es peor, ¿que me voy a poner yo aquí en tanga delante de toda esta gente, sin conocerlos siquiera? Me muero del corte. Mira, ella será muy moderna, muy viajera y muy alemana, pero yo tengo que reconocer que soy muy de pueblo (más que me pese), y los cuerpos desnudos los veo sólo si son de la familia (y según el parentesco, la edad y la circunstancia) o después de un proceso de conocimiento concreto seguido de un arrebato de pasión, que una es, en el fondo, muy decente o muy mojigata, qué le vamos a hacer. Y lo de que en la playa la gente está prácticamente desnuda no cuenta, ¿eh?
-          A parrrrrtirrrrrr del prrrrrróximo día, ¡¡¡fuerrrrra rrrrrropa!!! ¡¡¡Todo el mundo en tanga!!!Jojojojo.
            ¿Es mi imaginación o Karina sabe hacer con los ojos lo mismo que Marujita Díaz? ¡Viciosa! Salgo por la puerta muy digna yo y determino que no volveré a este curso tan raro. Tampoco se me va la vida en aprender masajes. Y yo ya decidiré a quién quiero ver en tanga y quién quiero que me vea a mí. Ea.


-          Chica, Clara qué quieres que te diga, yo creo que habría hecho lo mismo- me dice Roberto, cuando le cuento lo del curso de masajes. Han pasado cuatro días desde la “fiesta alemana del tanga”.
-          ¿En serio? Yo creía que todos los gays erais algo promiscuos…-comenta Carolina.
-          Sí, y yo que todas las rubias son tontas y tras tu comentario voy a tener que aceptar que así es- contestó Roberto, algo mosca mientras Carolina, muy rubia ella, pone cara de no entender nada.
-          Bueno, no te mosquees- dice- En cuanto a ti, Clara, mira, yo no sé qué habría hecho en tu lugar…
-          ¿Que no lo sabes? ¿Tú te lo habrías quitado todo para ponerte un tanga que te tapa sólo, y muy a lo justo, tu parte no-rubia?
-          Bueno, mujer, yo siempre he sido algo loquilla…
-          ¡Anda! La de los tópicos…- exclamó Roberto.
-          A ver, he sido algo loquilla hasta que conocí a Yeyo, mi ex.
            Y suspira, mientras Roberto y yo tememos que vuelva a contar la historia de su ruptura y su desamor por enésima vez. Entiendo que esté mal, pero es que se repite más que la Belén Esteban con el tema de Jesulín.
-          Con Yeyo me formalicé. Cambié tanto que mis amigas antiguas no me reconocían. Y ya, después de tantos años, me resultaría muy difícil volver a ser loquilla. Más que difícil, me daría pereza. Ya una tiene cierta edad…A lo mejor habría hecho lo que tú, y me habría ido, no sin antes darle a la alemana esa la dirección de una buena herboristería donde pueda comprar tila de calidad, porque se la ve algo desenfrenada.
            En ese momento suena una salsa, y un chico con acento cubano nos dice que comienza ya la clase de salsa y nos invita a salir a la pista. Roberto, Carolina y yo nos enteramos de este “curso” y decidimos apuntarnos. Cada jueves, a partir de las nueve de la noche, aprendes salsa de la mano de Lorenzo, un cubanito con mucha gracia,  y pagando sólo la consumición que te tomes. Y en ello estamos, profundizando en los ritmos caribeños. Salsa, merengue, bachata, cha-cha-cha…Sin la obsesión por conocer a nadie ni el deseo de que se cumplan ciertas expectativas. Sólo por el mero hecho de aprender…y disfrutar. Allí estamos los tres, dejando a un lado los vacíos que ansiamos llenar, simplemente divirtiéndonos. Al fin y al cabo, las obsesiones, los anhelos, los deseos, los sueños y los vacíos, sobre todo los vacíos, seguirán ahí cuando las luces de la fiesta se apaguen y la música deje de sonar.



domingo, 16 de enero de 2011

3ª LEYENDA URBANA SOBRE LA SOLTERÍA: ¡APÚNTATE A UN CURSO, ALLÍ SEGURO QUE CONOCES A ALGUIEN! (1ª parte)



            Ciertamente, éste es un buen método para conocer gente, sobre todo gente “centrada” (bueno, eso depende del tipo de curso que sea). Cuando digo “centrada” quiero decir personas que  se dirigen a ti sin estar bajo los efectos de la noche de sábado y que, al menos, al apuntarse al curso, demuestran ciertas inquietudes culturales (aunque, como sean como las mías, no son muy culturales que digamos).
            Pues eso he decidido: me apuntaré a un curso. Además, aprendo cosas nuevas, relleno mi tiempo libre, que tan lleno de vacíos me parece tantas veces, y amplío mi círculo de amigos. ¿Quién sabe con quién puedes encontrarte en un curso? Y, como soy un poco Antoñita la Fantástica, ya empiezo a imaginar cosas: me imagino conociendo algún hombre apuesto mientras aprendemos a preparar pollo al curry en el curso de cocina exótica al que asistimos (¿por qué no? En “Historia de lo nuestro”, Michelle Pfeiffer logra sustituir a Bruce Willis por su apuesto dentista, con el cual intima en un curso de cocina). ¡¡¡Síiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii, adoro el pollo al curryyyyyyyy!!! O a lo mejor, en otro curso, no sé, uno de pintura sobre tela, conozco a alguna chica y ésta me invita un día a salir con ellas y sus amigos, y encuentro una pandilla nueva, y resulta que ahí conozco a un chico estupendo y…
            No puede ser, estoy peor de lo que creía. Mi soltería me está convirtiendo en una persona obsesionada con encontrar a alguien, y todas mis fantasías terminan con un chico fantástico al final. Sí, quizás debería ser más autosuficiente, no estar tan obcecada con la pareja. Quizás debería disfrutar más de mi soledad, aprovechar el hecho de tener tanto tiempo para mí…jo, ¿y qué hago con tanto tiempo para mí…sola? Bah, hace mucho que dejé de sentir complejo por ser una mujer a la que le gusta la idea de tener pareja, que anhela tener pareja, digan lo que digan las feministas, las que ya tienen pareja (y están hartas de ella) y Ana Rosa Quintana en sus múltiples portadas chic de su revista súper-fashion.
            Bueno, centrémonos en la idea de los cursos. Investigando por la red he encontrado algunos muy interesantes: uno de cocina, que falta me hace (aunque ya estoy independizada, aún no he aprendido a vivir sin las fiambreras llenas de comidita de mi madre); otro sobre patrimonio de mi ciudad (siempre me ha interesado el arte, la verdad) y…uhhmmm, son muchos los cursos interesantes que veo…Aquí hay uno de inglés para ejecutivos, no está mal y puede venirme bien (recordemos el capítulo con el noruego, aunque quizás el curso que me hizo falta en aquel entonces es el “El vino, el peor amigo del noruego”). Mi jefe se quedaría muerto viendo cómo por fin perfecciono el inglés, que lo tengo algo olvidadito.
            Vaya, éste parece muy bueno: “Sacando partido a la cámara digital: cómo hacer fotos artísticas”. Con lo torpe que soy yo para esto de la tecnología…ahm, pero ahora me acuerdo que no tengo cámara digital. Tenía que habérmela comprado cuando vi la oferta aquella, pues seguro que en este curso van tipos con un punto bohemio y romántico. En fin.
            Tras sopesar, decidí apuntarme al curso de inglés, al de cocina y a uno sobre masajes, que siempre me han gustado y siempre he querido aprender.
            En cuanto que mi jefe supo que yo iba a hacer un curso de inglés, y que éste duraría los próximos seis meses, dos tardes por semana, decidió que la empresa me lo financiaría. El hombre debió ver en mí ciertas inquietudes por progresar en mi trabajo, cosa que no está mal si en el fondo fuera verdad, porque ya sabéis que lo único que me motiva a hacer el curso es el de enriquecer mi vida social. Parecía que todo estaba a mi favor , pero al llegar a la primera clase, se me cayeron los palos del sombrajo. De unos diez que nos habíamos apuntado al curso…¡¡todas eran mujeres!! ¿Es que en este pueblo todos los hombres ejecutivos saben inglés o es que no lo necesitan? ¿O es que verdaderamente somos más mujeres que hombres, y entonces, debido a esta escasez del género masculino, nos hemos vuelto más competitivas y nos perfeccionamos asistiendo a todo tipo de cursos para ser, algún día, elegidas por fin por el hombre de nuestras vidas? De repente, esos seis meses de curso me parecieron larguíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiisimos, y vi absolutamente innecesario seguir apuntada ahí. Era como si de repente tuviera claro que ya sabía todo el inglés que necesitaba aprender. Pero como la empresa me lo pagaba, era imposible volver atrás. Primer intento de conocer gente en un curso fallido.
            A pesar de mi desilusión, decidí centrar todos mis esfuerzos en el curso, y ser la mejor, por si acaso era cierta mi teoría de la selección natural en el arte de ligar: lo consigue la especie más perfeccionada. El primer día ha sido un poco rollo, pues se hizo una especie de presentación en la que todas las mujeres expusieron las razones por las que se habían apuntado al curso:
-          Me acaban de ascender en el trabajo, y para el próximo año me marcho a Londres, a trabajar en un importante proyecto para mi empresa. Necesito perfeccionar el idioma.
-          He terminado la carrera y quiero seguir ampliando conocimientos. La competencia es dura.
            A mí me vas a hablar tú de cómo está la competencia.
-          Estoy recientemente jubilada, trabajaba en un banco, pero me niego a estar inactiva. Me pareció un curso interesante. La verdad es que me he apuntado a varios cursos más: de pintura sobre tela, repostería, y punto de cruz. ¡Ah!, y los martes por la tarde voy a practicar tai chi. También estoy esperando a ver si me admiten en las clases de yoga que van a impartir en el centro cultural de mi barrio.
            ¡Coño con la súper abuela! Mmmm, pensándolo bien, así estaré yo dentro de unos treinta y tantos años, apuntándome a cursos y todavía creyendo que en uno de ellos encontraré al hombre de mi vida, aunque éste ya tenga que usar dentadura postiza y peinar más frente que pelo.
-          ¿Y usted, la señorita de la melena rizada que está sentada ahí al fondo?
-          ¿Es a mí? – dije. Mmm, mi melena últimamente está que llama la atención. Hice bien en comprarme aquel champú, sí señor.
-          Sí, usted. ¿Cómo se llama y qué le ha traído a este curso?
            Me llamo Clara y vengo a ver si encuentro novio, me entraron ganas de decir, pero he preferido cambiar mi versión de los hechos.
-          La empresa me paga el curso, y creo que es una oportunidad para avanzar profesionalmente – mentí como una bellaca.
-          Pues yo me llamo Carolina, y más que para aprender inglés, si soy sincera he venido para ver si conocía hombres, pero veo que está la cosa difícil, por no decir imposible.
            ¡Tía, eres mi héroe! Carolina, una chica más o menos de mi edad, rubia y muy arreglada, se atrevió a sincerarse con esta declaración, a la que la clase respondió con un silencio absolutamente aterrador, de esos que vienen a decir algo así como <<¿De qué psiquiátrico se ha escapado ésta?>>. Carolina aclaró que era broma y añadió que la empresa en la que trabajaba se acababa de fusionar con una multinacional, y ahora a todos los empleados les exigían un nivel bueno de inglés. Y entonces fue cuando toda la sala rió, algo más aliviada.
            Tras una hora de clase, hicimos un descansito para un café, y me acerqué a Carolina.
-          Mi presentación iba a ser como la tuya pero no me atreví- le dije.
-          ¡Vaya, menos mal que no soy la única! Porque, aquí donde las ves a todas, en el fondo en el fondo, también vienen esperando conocer a un hombre interesante, incluida la profesora.
            Así iniciamos una conversación muy divertida, en la que coincidí con Carolina en muchas cosas. Tras el café, nos reincorporamos a la clase, y tras otra horita de “open the door and close the window” y repasar otros conceptos básicos de inglés, Carolina y yo fuimos a tomarnos otro cafelito y a seguir dándole a la sin hueso (la lengua, quiero decir).
            Carolina me contó que su novio la había dejado hacía poco más de un mes después de seis años de relación seria, con propuesta de matrimonio sobre la mesa y todo. Resulta que al chico, un tal Yeyo, le habían entrado las dudas, las inseguridades, y quería vivir una vida de soltero que decía estar perdiéndose.
-          Vamos, que fue hablar de matrimonio y empezar a titubear, que si no sé qué me pasa, que siento que algo dentro de mí ha cambiado, que quizás sería bueno que saliéramos más cada uno con sus amigos, que si por qué no nos damos un tiempo…- relata la pobre Carolina, muy angustiada ella.
-          Que se asustó.
-          Exactamente. ¡O que me dejó de querer! ¡Qué horror! Y hace un mes más o menos decidimos dejarlo, bueno, me dejó él- en ese momento se sonó la nariz estruendosamente. Suspiró y siguió con el relato.- Es una tontería decir eso de “lo hemos dejado de mutuo acuerdo”. Si él quiere dejarlo,  no te queda más remedio que aceptarlo, ¿qué mutuo acuerdo ni qué porras? ¿Qué vas a hacer, obligarle a seguir? Uno decide dejar la relación y al otro no le queda más remedio que bajar la cabeza y esperar que la guillotina caiga. Para colmo, te das cuenta que no sólo tu novio te ha dejado, sino toda tu vida anterior. Por ejemplo, tus amigos, con los que salías con tu pareja: están todos casados o emparejados, y no puedes contar con ninguno de ellos ahora. ¿Voy a salir con las parejas  yo sola? Me falta el violín, para ir entonándoles la serenata. ¿Y si mi ex sale con ellos? ¡Me muero! ¡No, espera! ¿Y si me ex con su nueva novia sale con ellos? Me muero pero de verdad
-          ¿Antes era de mentira?- pregunto, para sacarle una risilla a la pobre, pero Carolina me mira con mala cara.- Je, era broma.
-          Ya…, pues eso, sigo. Tampoco puedes desahogarte con ninguno de tus amigos de siempre, porque al fin y al cabo, están en medio. Te ves sola. ¿Y qué hay de tus costumbres, tus “cosas”, no sé cómo decirlo? ¡Yo la mayoría las hacía con él! Íbamos al gimnasio juntos, todos los viernes íbamos al cine, salíamos juntos a comprar ropa…¡odio hacer todo eso ahora porque me recuerda a él! Y no tengo ganas de adquirir nuevos hábitos porque estoy hecha polvo. ¿Y los fines de semana? ¡Diooooooosssss, son eternos! Con lo que me gusta a mí arreglarme, salir…¿y ahora para qué quiero tanto modelito de Zara, tanta ropita mona? ¿A quién voy a sorprender con ellos? Y los domingos comíamos en casa de sus padres o los míos…¡ahora llega el domingo y me apetece vomitar todas las comidas que hemos tenido en familia!
            Pobre, la verdad es que la entendía perfectamente, y estoy totalmente de acuerdo con ella en lo de los domingos. Está fatal, y llora abundantemente, tanto que se parece a esos dibujos animados japoneses en los que el personaje, cuando llora, las lágrimas salen de sus ojos como si éstos fueran una especie de fuente o manantial. Me imagino que había visto en mí a alguien con quien desahogarse del todo.
-          Perdona que te esté dando la tarde, pero no te puedes imaginar lo sola que estoy, y lo que necesito desahogarme.
-          No tengas apuro, mujer.
            Si yo hubiera sido Carrie Bradshow y esto fuera “Sexo en Nueva York”, la habría invitado a ir de compras, y le hubiera ayudado a sobrellevar su pena con una falda de Prada o unos zapatos de Manolo Blahnik. Pero esto es el mundo real, así que…
-          ¡Oye! Mañana es sábado, y hay mercadillo. ¿Te apetece que vayamos, y así damos una vueltecita? Luego podemos tapear por ahí. Y así no pasas el sábado dándole vueltas a la cabeza.
-          Genial. Porque los sábados amanezco fatal.
            Y así empezamos una amistad, amistad que a ambas nos ayuda a sobrellevar los vacíos y a desahogar nuestras penas. No he conocido a ningún chico en el curso, pero al menos tengo a alguien con quien contar en esos días en que acuso más el hecho de ser la única soltera entre mis amigas. Algo es algo.


            Hace una semana más o menos que empecé el curso de Inglés, y hoy comienzo el segundo curso al que me he apuntado: cocina. Me hace ilusión aprender a hacer mis platitos, porque hasta ahora soy una experta en elaborar ensaladas (siempre la misma ensalada, ¿eh?) y en descongelar las fiambreras de comida que mi santa madre me manda.
            Llego al lugar del curso, y somos unos ocho asistentes. Nos ponen por parejas, y a mí me toca con un chico monísimo, pero que nada más abrir la boca, me revela que no tengo nada que hacer con él: es gay.
-          Me llamo Roberto.
-          Hola Roberto- respondo.- Yo soy Clara. ¿Sabes algo de cocina?
-          Nada de nada, amor- me dice, con un gesto muy “pluma”.- Dicen que el cocinero es genial.
-          ¿Es buen profesional?
-          Noooooooooo, cariño, me refiero a que es una auténtica monada.
            Ay, Dios. No tengo bastante competencia con las mujeres solteras, que están en mayor número que los solteros disponibles, sino que también tengo que competir con los gays. Y muchos de éstos son tan guapos, tan cultos y tan educados que hasta puedo entender que sean opción a considerar para muchos de los hombres libres. Yo, de hecho, a veces pienso que son mejor alternativa que los solteros machotes que andan sueltos por ahí.
            - Buenas tardes. Soy Sergio y soy el coordinador del curso. Yo no voy a ser vuestro profesor de cocina, lo será Alejandro, que está aquí a mi lado, pero sí, como organizador de todo este follón culinario (jeje), hoy estaré aquí para presentarlo y contaros un poco de qué va a ir la cosa.
            Y ahora sería un momento genial para mí para escurrirme por el desagüe del fregadero que tenemos ubicado en cada puesto de cocina. Sergio, mi profesor de cocina, es el morenazo al que mi amiga Mónica espantó aquella noche en que abrió su lesbiano corazón y que probablemente me recordaría como <<la chica de las verrugas>>.
            - Niña, te lo dije. Quéeeeeeeee mooooooooooonooooooooooo. Qué pena que no sea el que nos enseñe, porque yo a ese me lo comía crudo y todo- dijo Roberto, poniéndose un elegante delantal que le protegiera más de las babas que segregaría esa tarde de cocina que de las salsas que iba a aprender a elaborar.
            Sergio empezó a hablar de su carrera profesional (por lo visto es cocinero de un buen hotel de la ciudad, y profesor en la Escuela de Hostelería, donde se celebra el curso), nos explica la dinámica de los cursos, sus contenidos, su método de enseñanza, los materiales que emplearíamos…Luego habló de Alejandro, el profesor, un joven que parece comerse todo lo que cocina, y, acto seguido nos dice:
-          Ahora es un buen momento para que cada uno de vosotros os presentéis. Nos  decís vuestro nombre, vuestra profesión y vuestra experiencia en la cocina.
            Vaya por Dios, parece que está de moda que en los cursos hagamos una ronda de presentación. Me recuerda esto mucho a la época en que yo asistía a encuentros y acampadas juveniles, y me tocaba presentarme. Lo pasaba fatal. Un gran corro de miradas adolescentes te mira fijamente, te examina de arriba a abajo, mientras tú te devanas los sesos para que tu presentación sea divertida a la vez que ingeniosa, no demasiado cargante, pero con chispa, que enganche lo suficiente como para que ya en ese mismo momento haya gente interesada en trabar amistad contigo para los próximos días de convivencia. Pero sólo te sale tu nombre, tu edad y de dónde vienes, por supuesto, medio tartamudeando, y el público simplemente se ha quedado con la idea de que el pantalón que llevas es demasiado antiguo, y que estás demasiado gorda para llevar el ombligo al aire. Después, la monitora del grupo, con su sonrisa a lo Mary Poppins, te dice:
-          Muy bieeeennnnn. Demos todos la bienvenida a Claudia con un aplauso.
-          Soy Clara.
-          Sí, sí, ya hemos visto que eres clara, muy clara y escueta hablando de ti.
-          Quiero decir que me llamo Clara.
-          Uy, eso, Clara. ¿Yo cómo te he llamado? Saludemos todos a Clara, chicos.
            Y todo el mundo te aplaude, como si acabaras de decir que hace un mes dejaste de esnifar pegamento, y tú te quedas con la idea de que si la monitora no se ha quedado con tu nombre, los demás te habrán olvidado nada más se presente el siguiente o la siguiente, sobre todo si a la siguiente le queda mejor la camiseta de la acampada.  Desde entonces, tengo terror a las presentaciones en grupo.
            Tras las presentaciones pertinentes, Sergio nos invita a pasar a un salón continuo donde una mesa llena de platos con muy buena pinta, con una presentación muy de Escuela de Hostelería, y repartidos en cinco pequeñas mesas redondas vestidas con mantel blanco nos esperan. Un chico nos empieza a servir una copa de vinito de la tierra, y Sergio nos invita a probar los platos.
-          Hoy no empezaremos todavía a cocinar, pero tomaremos contacto con las recetas que vamos a aprender. En todos estos platos tenéis dichas recetas, para que las probéis. Hay de todo: en aquella primera mesa hay platos de comida típica de nuestra tierra; en la que tenéis en aquel rincón hay comida italiana y francesa; en esta que queda en el medio de la sala hay unos platos de comida oriental, concretamente indonesia, hindú y japonesa; y en estas dos mesas más cercanas tenemos, en la de la derecha, aperitivos ligeros que también aprenderemos; y en la de la izquierda algo de repostería, no mucho, pero sí unos tres tipos de tartas para que podáis también presumir de postres. En fin, ¡que hoy nos vamos a dar un festín!
            Pues sí, menudo festín. Menos mal que el curso hoy ha sido a las ocho y podemos decir que ya es la hora de la cena (supongo que por ello el primer día nos han convocado más tarde). Todo tiene una pinta exquisita y tan buen olor me pone nerviosa…¡¡lo quiero probar todo!! Pero debo controlarme si no quiero salir de aquí rodando como un barril, y darle al morenazo de Sergio la imagen de que, no sólo tengo verrugas, sino que además soy capaz de comer como una cerda.
            Junto con Roberto, empiezo a pasearme entre las mesas, y empiezo también a relacionarme con la gente. La velada está siendo agradable, amena y suculenta, porque los platos me están encantando, pero ahora que he probado esta receta indonesia de arroz con no sé qué, he decidido aparcar al lado de la mesa de comida oriental. Jooo, me encanta la comida picante, como ésta, y voy a acercarme al plato para que éste no quede demasiado expuesto y pueda jalármelo yo solita.
-          ¿Qué tal las verrugas?
           Era Sergio, que habla mientras guiña con …¡¡¡unos impresionantes ojos negros como dos…como dos…bueno, como dos cosas muy negras y muy bonitas!!! Me ha pillado con la boca llena, pero, de sopetón, me trago un cucharón de  arroz picante con carne. Se me saltan las lágrimas.
-          No tengo verrugas, esa crema era…- digo, mientras procuro que no se me caigan las lágrimas.
-          Que sí, mujer, que te creo. Quédate tranquila. ¿Pica, eh?
Vaya, se ha dado cuenta.
-          Oye, que siento que mi amiga Mónica estuviera tan borde aquella noche.
-          No te preocupes, mujer. A lo mejor di una imagen de chulo ligón. Estoy muy desentrenado en esto del ligoteo.
            Ay, desentrenado dice. De la emoción me bebo un sorbo de vino.
-          Veo que se te ha acabado la copa. Te la repongo. Ahora vuelvo.
            Que ahora vuelve dice. ¡¡Me encanta este curso de cocinaaaaaaaaa!! De los nervios, vuelvo a atacar el plato del arroz indonesio éste.
-          Tía, Clara, ¿conoces al coordinador del curso?- me pregunta una rubia que rondaba la mesa.
-          Bueno, un poco- y sigo con el arroz.
-          Es guapísimo- dice otra con pinta de señorona que ya tiene cocinera que le haga todas las comidas que quiera, y que ha venido, más o menos como yo, para ver qué pesca. Jo, qué cutres podemos llegar a ser.
-          Es ideal- añade Roberto.
            Mmmmmm, me han salido rivales, y esa competitividad crea en mí cierta ansiedad que me lleva a comer otro poco de arroz. En ese momento llega Sergio y, ante la envidiosa mirada de las otras y el otro (¡me encanta ser la causa de sus envidas!), me tiende una copa, y comenzamos una animada conversación. Pero éstos no se van y estoy empezando a desear entonar la canción de la Terremoto de Alcorcón, esa de… “estoy aburría, e-na-je-ná…”. Pero Sergio me sigue hablando…¡a míiiiiiiiiiii!
-          ¿Y vienes al curso para aprender a cocinar nuevas recetas, o simplemente para aprender a cocinar?
            Río como una tonta.
-          Digamos que me he independizado y he decidido que no puedo seguir viviendo de lo que mi santa madre me manda en fiambreras.
            Y él se ríe, y yo me derrito “patas abajo”. Y, hablando de “patas abajo”, estoy empezando a sentir cierto malestar en la barriga. Mmmm, creo que tanto arroz picante está dando la cara. Bueno, será un retortijón pasajero, quizás también provocado por los nervios de tener a este pedazo de cocinero delante mía.
-          ¿Y a qué te dedicas, Clara?
-          Trabajo en una mutua, es una empresa internacional. Yo soy secretaria de dirección.
-          Ah, vaya, eso suena bien. Tu jefe debe estar muy contento de tener a una secretaria con una sonrisa tan bonita.
            Me hubiera hecho ilusiones con este comentario si no fuera porque mi atención está puesta en mi sistema digestivo. Noto que el retortijón no se va, sino que, más bien al contrario, se acentúa por momentos. Estos indonesios…Suelto el tenedor, y decido parar de beber.
-          Ahora debo haberte parecido otra vez un ligón barato- se justificó Sergio.
-          No, no, para nada. Gracias por el piropo, últimamente ando escasa de ellos, jeje.
-          Pues no lo entiendo.
            Los otros murmuran corroídos por la envidia, y yo empiezo a sudar. Ojalá pudiera disfrutar con esta situación en la que soy la absoluta y afortunada receptora de cumplidos, pero …¡¡me muero!! Siento que el arroz busca salir de forma apresurada, y un desconsuelo muy grande me invade de intestinos para abajo. Es doloroso, es incómodo, es …¡humillante e inoportuno!
-          ¿Qué te pasa, Clara? Estás pálida, tienes mala cara.
-          Eeehhh, acabo de acordarme que tengo que hacer una llamada. Salgo un momento. No te vayas, ¿eh?
-          Aquí estaré.
-          Sí, y cuidado con esos de al lado, creo que estarían encantados si practicaras con ellos tus técnicas de ligón, jeje.
-          ¿El chico también?
-          Ese el que más.
            Sergio rió, y yo salí disimuladamente rápida. No sé ni de dónde saqué fuerzas para decir esas últimas frases, pero quería asegurarme que, tras la evacuación pertinente que me disponía a ejecutar, Sergio no se me iba a escapar. Esta vez no.
            Como todos los servicios, supongo que el de este lugar está al fondo a la derecha también, así que hacia allí me dirijo. Y, efectivamente, hay uno.¡Uno! ¿Es de chicos o de chicas? Demasiado impaciente como para averiguarlo, decidí entrar, dándome igual lo que me pudiera encontrar allí dentro. No estaba para tonterías. Entro y me encierro en uno de los baños. Me siento en el trono y…¡bendito y escatológico desahogo!
            Han pasado ya veinte minutos (es que no se me cortaba aquello), y oigo que llaman a la puerta.
-          Clara, ¿estás bien?
            ¡Es Sergio! ¿Cómo demonios ha sabido que estoy aquí?
-          Ay, pobrecita, ha debido ser el arroz.
            Ése es Roberto.
-          Oye, vamos a entrar, ¿eh?
-          ¿Entrar, cómo que entrar?
            Me dispongo a “recoger el campamento” y salir antes de que ellos entren, pero es demasiado tarde ya, pues al salir del baño, ya estaban ellos dos dentro.
-          Pero, ¿qué hacéis aquí dentro? ¿Es que no se puede tener intimidad? ¡Estoy en un cuarto de baño!- intento sacar la poquita dignidad que me queda.
-          Un cuarto de baño unisex- aclaró Sergio.
            Con la emergencia me metí en lo primero que vi que tenía váter.
-          ¿Cómo sabíais que estaba aquí?
-          Alejandro, el que será tu profesor de cocina, escuchó unos quejidos aquí dentro, como unos lamentos, y me lo dijo.
            Vaya, sí. Durante el desastre biológico que se había dado entre el “Sr. Roca” y yo, recuerdo que me quejaba. Creí que eran quejidos que sólo se daban en mi mente, para mis adentros, o, como mucho, que se quedaría entre esas paredes, pero parece ser que los di demasiado alto y tuve la mala suerte de que ese Alejandro pasara por ahí, y, en un afán de quedar bien con su jefe, se lo dijo a Sergio, el muy acusica.
-          Hija, sí que te ha caído mal el arroz- dijo Roberto, dándose aire en la nariz, con la mano.
-          Es un arroz muy fuerte, muy picante. Lo siento, Clara. ¿Estás mejor?
-          Sí, sí. Estoy bien.
-          Vale, vuelvo al salón. Te veo ahora.
-          Gracias.
            Y Sergio se marchó, mientras yo deseaba que, de repente, me despertara de esa terrible pesadilla.. Pero no fue así.
            - Ay, corazón, qué mal rato, ¿no?
            Me vuelvo a Roberto y le dejo claro un asunto:
-          Como te rías o como vea que haces cotilleo de lo que aquí ha pasado, yo misma, con el cuchillo de pelar patatas, te cortaré a cachitos y te echaré en el primer guiso que aprendamos en este puñetero curso, ¿entiendes?
-          Perfectamente, querida, perfectamente.
-          Me voy. Paso de seguir aquí.
-          Me voy contigo. Las pijas con las que estaba hablando me aburren. ¿Nos tomamos un café? O una manzanilla, como prefieras…
-          Un vodka, creo que me tomaré un vodka, o dos. A ver si así olvido esta tarde.
            Y Roberto y yo nos marchamos a tomar unas copitas. El resto de la noche ha sido divertida. Al menos, por unas horas, me he olvidado de ese ridículo tan espantoso, y Roberto es bastante divertido e inteligente. Hemos quedado para ir al cine este sábado. Llamaré a Carolina. Seguro que nos divertiremos. Bueno, al menos, estoy conociendo nueva gente con la que salir. Los fines de semana no me serán ya tan eternos.

viernes, 7 de enero de 2011

2ª LEYENDA URBANA SOBRE LA SOLTERÍA: EL TRABAJO ES UN BUEN SITIO PARA CONOCER GENTE.


            No en el mío. No todos los trabajos son como el de las chicas de la serie “Anatomía de Grey”, que ligan sin salir del hospital. En mi caso, la plantilla es pequeña, pues somos unos diez, y bastante fija, quiero decir, que no hay muchas posibilidades de que entre gente nueva, y los hombres que hay están todos “cogidos” ya, excepto Antonio, un tipo de unos 37 años, muy feo, muy pasivo, muy apagado (hay que tocarle las palmas para animarlo a levantarse de la silla, por ejemplo) y algo friki, tanto que su desayuno consiste en leche con cacao que lleva a la oficina en un pequeño termo y en un sándwich de mantequilla de cacao (¿quién toma para desayunar en España mantequilla de cacao? ¡Sólo Antonio!) meticulosamente preparado por su mamá. Todas las mañanas, todas todas, desayuna en su mesa, junto al teclado de su ordenador (para lo que es todo un portento, probablemente porque es el ente con quien mantiene su relación más larga y estable, exceptuando la que tiene con su madre), y luego recoge miga a miga cuidadosamente con una servilleta de cuadros que trae desde casa. Habla sólo con los chicos, con los cuales parece llevarse bien, y con las chicas apenas intercambia un <<hola>> y un <<hasta luego>>. Jamás  aporta nada, ni comparte nada (es el único que nunca invita a una copita por su cumpleaños) ni participa en nada, y no es capaz de dar un minuto más al trabajo si fuera necesario. A veces le he sorprendido mirándome el trasero con expresión babosa, pero creo que aún no estoy tan desesperada como para ir a por él. Todo el mundo tiene su sitio en el mundo del amor, pero he decidido que el de Antonio no va a ser al lado del mío. Todavía creo que estoy para escoger, ¿no?
            Lo más cercano al amor que había vivido en mi empresa fue el capítulo con Haakon, un ejecutivo noruego, jefe de la empresa “madre” de la que provenía la mía, aquella en la que trabajo. Sólo hablaba inglés (aparte del noruego, claro) y me tocó a mí acompañarle en una ruta turística por la ciudad:
-          Let’s go to have some “tapitas”- me dijo el noruego- Where can we go to have “tapitas”?
            (Para los que no hayan entendido nada, lo que el noruego quería era tomar unas tapitas, que las ponen muy ricas por aquí).
-          Yes, yes, “tapitas”. Of course, come on, follow me and you will eat the best tapitas of this town.
            (Traducción: “Sí, sí, tapitas. Por supuesto, vamos, sígueme y comerás las mejores tapitas de esta ciudad).
            Y allí que me lo llevé, a la placita más típica y bonita, al bar con más prestigio en esto del tapeo. Él me hablaba en inglés, y, cuando no le salía una palabra, la soltaba en noruego. Yo, por mi parte, hablaba mi modesto y olvidado inglés (y eso que fui a la mejor academia, pero esto de no practicar…), y como pudimos tuvimos una conversación basada en las costumbres del lugar, la gastronomía, el clima y el patrimonio histórico. Cuando nos sentamos para empezar a tapear, pedimos vinito típico de la tierra, y ahí empezaron mis desgracias. Haakon empezó a soltarse un poco más, y su conversación derivó a términos algo más “íntimos”. Empezó hablando de su ex mujer (creo que entendí que la llamaba algo así como ¿golfa pelucona?...mmm, no sé, algo falla en esta traducción), de su divorcio, de lo mal que lo había pasado y creo que también de su algo despendolada vida de divorciado cuarentón, y digo creo porque a partir de ese punto yo cada vez entendía menos su inglés, pues se juntaba mi falta de práctica con su exceso de vino que hacía que se le quedara la lengua como un trapo, a la vez que mezclaba cada vez más el inglés con el noruego. Yo empecé a agobiarme y para tranquilizarme me tomé una segunda copita de vino, pero eso fue mi perdición. Había desayunado muy poco, y a esa hora tenía las tripas como un concierto de castañuelas del ruido que hacían, así que esa primera copa fue el principio de un periplo que no olvidaré. Haakon seguía hablando sin parar, embriagado por los caldos alcoholizados de la tierra, y yo empecé a desear que en un momento su conversación empezase a subtitularse, para así poder entenderle. Iba yo ya por mi tercera copa cuando noté que las cosas a mi alrededor se movían más de la cuenta, y deseé que por allí pasase un traductor simultáneo. Haakon hablaba y hablaba, cada vez de una manera más desenfrenada y menos comprensible, pues el inglés y el noruego se mezclaban por momentos, al igual que mi inglés con acento andaluz y restos de francés. Parecíamos los dos únicos supervivientes de la Torre de Babel. Haakon me resultaba cada vez más difícil de pronunciar, y terminé por llamarle Joaquín, mientras que él no paraba de tomar vino y de pedir tapas. La cosa se puso complicada cuando pidió ajo campero, una receta típica de aquí, muy rica pero poco digestiva, y su cara se tornó algo morada. Yo creí que le iba a dar algo pero el bendito noruego tenía más aguante que la capa que Ramón García se pone cada Fin de Año, durante las campanadas, que tendrá al menos un siglo. Terminamos el día cantando cantos regionales. A Haakon no se le daba nada mal el “Asturias patria querida”, pero yo puse más interés en que aprendiera la de “Mi jacaaaaaaaa, galopa y corta el viento cuando pasa por el puerto caminito de Jeré-é-é”, pero Haakon/Joaquín no se la aprendía ni a tiros y se limitó a escenografiarla. Así, mientras yo la cantaba con todo el arte del que era capaz, él hacía de caballo, y trotaba alegremente alrededor de mí.
            Después de la fase de repaso del cancionero popular, pasamos a la de exaltación de la amistad y ambos empezamos a manifestar nuestra admiración mutua. Que si tú eres un profesional, que sí más profesional eres tú, que si llegarás lejos, que si tú sí que sabes ver mi talento, que para talento el tuyo…Cuando le dejé en el hotel, Haakon, alias “Joaquín”, me besó. Me zampó todo un señor beso en la boca. Yo quise frenarle, pero teniendo en cuenta que físicamente era atractivo, estábamos libres y con una cogorza considerable, no le rechacé. Después del beso (un gran beso, dicho sea de paso) me dijo en noruego algo así como <<takk>> que no sé si significaba <<gracias>>, <<guarra>> o <<te vas a cagar cuando hable con tu jefe>>. Estuve varios días con jaqueca, parte por la resaca y parte por la preocupación y el cargo de conciencia, pero la cosa no pasó de ahí, y cuatro días después mi jefe, recién llegado de una reunión en Madrid con el noruego Joaquín y otros altos cargos de la empresa, me dijo que Haakon se había ido muy contento con cómo le había atendido, que había pedido que me subieran el sueldo y que volvería a visitarnos. Creo que prometí al cielo que mis escarceos amorosos no volverían a ocurrir con compañeros del trabajo a cambio de que toda la península escandinava se desprendiera de Europa y a Haakon le resultara prácticamente imposible volver a verme.
            No, en mi trabajo es muy muy complicado que pueda conocer a alguien que me pueda interesar, y no tengo nada más que decir al respecto. Así que, ¿qué os parece si pasamos a la siguiente leyenda urbana que desmontar?

2ª LEYENDA URBANA SOBRE LA SOLTERÍA: EL TRABAJO ES UN BUEN SITIO PARA CONOCER GENTE.


            No en el mío. No todos los trabajos son como el de las chicas de la serie “Anatomía de Grey”, que ligan sin salir del hospital. En mi caso, la plantilla es pequeña, pues somos unos diez, y bastante fija, quiero decir, que no hay muchas posibilidades de que entre gente nueva, y los hombres que hay están todos “cogidos” ya, excepto Antonio, un tipo de unos 37 años, muy feo, muy pasivo, muy apagado (hay que tocarle las palmas para animarlo a levantarse de la silla, por ejemplo) y algo friki, tanto que su desayuno consiste en leche con cacao que lleva a la oficina en un pequeño termo y en un sándwich de mantequilla de cacao (¿quién toma para desayunar en España mantequilla de cacao? ¡Sólo Antonio!) meticulosamente preparado por su mamá. Todas las mañanas, todas todas, desayuna en su mesa, junto al teclado de su ordenador (para lo que es todo un portento, probablemente porque es el ente con quien mantiene su relación más larga y estable, exceptuando la que tiene con su madre), y luego recoge miga a miga cuidadosamente con una servilleta de cuadros que trae desde casa. Habla sólo con los chicos, con los cuales parece llevarse bien, y con las chicas apenas intercambia un <<hola>> y un <<hasta luego>>. Jamás  aporta nada, ni comparte nada (es el único que nunca invita a una copita por su cumpleaños) ni participa en nada, y no es capaz de dar un minuto más al trabajo si fuera necesario. A veces le he sorprendido mirándome el trasero con expresión babosa, pero creo que aún no estoy tan desesperada como para ir a por él. Todo el mundo tiene su sitio en el mundo del amor, pero he decidido que el de Antonio no va a ser al lado del mío. Todavía creo que estoy para escoger, ¿no?
            Lo más cercano al amor que había vivido en mi empresa fue el capítulo con Haakon, un ejecutivo noruego, jefe de la empresa “madre” de la que provenía la mía, aquella en la que trabajo. Sólo hablaba inglés (aparte del noruego, claro) y me tocó a mí acompañarle en una ruta turística por la ciudad:
-          Let’s go to have some “tapitas”- me dijo el noruego- Where can we go to have “tapitas”?
            (Para los que no hayan entendido nada, lo que el noruego quería era tomar unas tapitas, que las ponen muy ricas por aquí).
-          Yes, yes, “tapitas”. Of course, come on, follow me and you will eat the best tapitas of this town.
            (Traducción: “Sí, sí, tapitas. Por supuesto, vamos, sígueme y comerás las mejores tapitas de esta ciudad).
            Y allí que me lo llevé, a la placita más típica y bonita, al bar con más prestigio en esto del tapeo. Él me hablaba en inglés, y, cuando no le salía una palabra, la soltaba en noruego. Yo, por mi parte, hablaba mi modesto y olvidado inglés (y eso que fui a la mejor academia, pero esto de no practicar…), y como pudimos tuvimos una conversación basada en las costumbres del lugar, la gastronomía, el clima y el patrimonio histórico. Cuando nos sentamos para empezar a tapear, pedimos vinito típico de la tierra, y ahí empezaron mis desgracias. Haakon empezó a soltarse un poco más, y su conversación derivó a términos algo más “íntimos”. Empezó hablando de su ex mujer (creo que entendí que la llamaba algo así como ¿golfa pelucona?...mmm, no sé, algo falla en esta traducción), de su divorcio, de lo mal que lo había pasado y creo que también de su algo despendolada vida de divorciado cuarentón, y digo creo porque a partir de ese punto yo cada vez entendía menos su inglés, pues se juntaba mi falta de práctica con su exceso de vino que hacía que se le quedara la lengua como un trapo, a la vez que mezclaba cada vez más el inglés con el noruego. Yo empecé a agobiarme y para tranquilizarme me tomé una segunda copita de vino, pero eso fue mi perdición. Había desayunado muy poco, y a esa hora tenía las tripas como un concierto de castañuelas del ruido que hacían, así que esa primera copa fue el principio de un periplo que no olvidaré. Haakon seguía hablando sin parar, embriagado por los caldos alcoholizados de la tierra, y yo empecé a desear que en un momento su conversación empezase a subtitularse, para así poder entenderle. Iba yo ya por mi tercera copa cuando noté que las cosas a mi alrededor se movían más de la cuenta, y deseé que por allí pasase un traductor simultáneo. Haakon hablaba y hablaba, cada vez de una manera más desenfrenada y menos comprensible, pues el inglés y el noruego se mezclaban por momentos, al igual que mi inglés con acento andaluz y restos de francés. Parecíamos los dos únicos supervivientes de la Torre de Babel. Haakon me resultaba cada vez más difícil de pronunciar, y terminé por llamarle Joaquín, mientras que él no paraba de tomar vino y de pedir tapas. La cosa se puso complicada cuando pidió ajo campero, una receta típica de aquí, muy rica pero poco digestiva, y su cara se tornó algo morada. Yo creí que le iba a dar algo pero el bendito noruego tenía más aguante que la capa que Ramón García se pone cada Fin de Año, durante las campanadas, que tendrá al menos un siglo. Terminamos el día cantando cantos regionales. A Haakon no se le daba nada mal el “Asturias patria querida”, pero yo puse más interés en que aprendiera la de “Mi jacaaaaaaaa, galopa y corta el viento cuando pasa por el puerto caminito de Jeré-é-é”, pero Haakon/Joaquín no se la aprendía ni a tiros y se limitó a estenografiarla. Así, mientras yo la cantaba con todo el arte del que era capaz, él hacía de caballo, y trotaba alegremente alrededor de mí.
            Después de la fase de repaso del cancionero popular, pasamos a la de exaltación de la amistad y ambos empezamos a manifestar nuestra admiración mutua. Que si tú eres un profesional, que sí más profesional eres tú, que si llegarás lejos, que si tú sí que sabes ver mi talento, que para talento el tuyo…Cuando le dejé en el hotel, Haakon, alias “Joaquín”, me besó. Me zampó todo un señor beso en la boca. Yo quise frenarle, pero teniendo en cuenta que físicamente era atractivo, estábamos libres y con una cogorza considerable, no le rechacé. Después del beso (un gran beso, dicho sea de paso) me dijo en noruego algo así como <<takk>> que no sé si significaba <<gracias>>, <<guarra>> o <<te vas a cagar cuando hable con tu jefe>>. Estuve varios días con jaqueca, parte por la resaca y parte por la preocupación y el cargo de conciencia, pero la cosa no pasó de ahí, y cuatro días después mi jefe, recién llegado de una reunión en Madrid con el noruego Joaquín y otros altos cargos de la empresa, me dijo que Haakon se había ido muy contento con cómo le había atendido, que había pedido que me subieran el sueldo y que volvería a visitarnos. Creo que prometí al cielo que mis escarceos amorosos no volverían a ocurrir con compañeros del trabajo a cambio de que toda la península escandinava se desprendiera de Europa y a Haakon le resultara prácticamente imposible volver a verme.
            No, en mi trabajo es muy muy complicado que pueda conocer a alguien que me pueda interesar, y no tengo nada más que decir al respecto. Así que, ¿qué os parece si pasamos a la siguiente leyenda urbana que desmontar?