Bienvenidos a mi blog

Espero que disfrutes con mis escritos. ¡Deja un comentario!



miércoles, 24 de noviembre de 2010

LA NIÑA DE LOS MOÑOS (este relato aparece en el libro "La cosquilla molesta", publicado por Escuela de Escritores)

Yo tendría unos nueve años por aquel entonces y era una niña gordita. No gorda, pero sí gordita, que no es lo mismo. Eso sí, era una gordita feliz, tremendamente responsable y seria   por influencia de la enseñanza religiosa que recibí de las monjas de mi colegio, pero feliz, que adoraba  las pelis de fantasía y la vida casera. Recuerdo aquellas rutinarias y felices tardes: meriendas con  humeante Cola-Cao  mientras disfrutaba de un ratito de tele (“Barrio Sésamo” y después los payasos), enfundada en mi pijama de pelitos color rosa. Y tras la programación infantil, las tareas. Entonces la casa se llenaba de un silencio tranquilo y cómplice, que me permitía bucear a mis anchas en los libros, mi otra gran pasión.   
            Yo estudiaba en un colegio de monjas sólo para niñas, las Josefinas. En aquel colegio de monjas  llevábamos un uniforme bastante feo. Se trataba de un pichi gris cuya falda llegaba a media pantorrilla, bien tapaditas las piernas, como mandaban las monjas a las que yo obedecía con devoción. Tenía un cinturón con broche, ovalado, de color plata y lleno de filigranas y dibujos señoriales, era el escudo del colegio. Debajo del peto llevábamos una camisa blanca y sobre el mismo, un simplón jersey azul marino de cuello de pico, a juego con los calcetines. Nuestra estampa asustaba,  pero yo vivía por aquel entonces muy alejada de gustar a los chicos, y sólo quería ser una niña buena. Pero ese día mi aspecto rompía aquella uniformidad porque yo estrenaba peinado. Llevaba el pelo recogido en dos moños a los lados, al más puro estilo de Princesa Leia en La Guerra de las Galaxias, película que me tenía entusiasmada. Me había empeñado en que mi madre me peinara como ella, y no paré hasta que lo conseguí, a pesar de que mi madre tenía prisa porque íbamos con el tiempo justo. Me encantaban esas trenzas enrolladas sobre sí mismas formando a los lados unos pequeños y redondos roscos de pelo, bien agarraditos, bien brillantes. Ahora que lo pienso, parecían dos pequeñas ensaimadas negras, pero…¡qué estupenda me veía yo con aquellas ensaimadas como peinado! ¡Qué feliz salí yo de mi casa aquel día con mis moños! ¡Y qué cuidado tuve todo el tiempo en que no se me deshicieran! Ni siquiera jugué a la cuerda con mis amigas en la hora de recreo por miedo a que aquella maravilla se me cayera.
            Esa tarde, a las cinco, como era costumbre cada día de lunes a viernes, mi madre vino a recogerme al colegio, y yo la esperaba con mis moños intactos. Pero aquella tarde ocurrió algo inesperado. De mi colegio nos fuimos a recoger a mi hermano, que estudiaba en el colegio de los niños. Mi madre iba con sus amigas, y yo, con las mías.            Íbamos todas corriendo y riendo (yo con cuidado de no despeinarme) en dirección a la cuesta a los pies de la cual teníamos que esperar a que salieran los niños, entre ellos, nuestros hermanos. Aquella cuesta era fantástica, como lo son todas las cuestas durante aquellos tiernos años de niñez. Ante nosotras aparecía poderosa, firme, empinada, como en dirección al cielo. Yo la miraba embelesada. Esa tarde nos pusimos las tres a los pies de la cuesta, en posición de “preparados, listos, ya”. Y, estando así, sonó la alarma que anunciaba la salida de los niños de clase. Las puertas cerradas en la cima de la cuesta se abrieron y, de repente, salieron tras ellas una manada de niños corriendo y gritando, deseosos de llegar a casa y ponerse a jugar. Los niños pasaban a nuestros lados como leones en estampida, pero nosotras nos mantuvimos firmes, en la posición de “preparados, listos, ya”. Y, de repente, ocurrió. Uno de los chicos que pasó por mi lado me estampó todo un beso en todo el moflete. No lo vi venir. Tampoco lo vi marcharse. Sólo sentí el beso en la mejilla, cortito y ruidoso, pero dejando huella húmeda. Mis amigas sí lo vieron porque empezaron a reír tan estrepitosamente que  yo deseé desaparecer. Pero no, no desaparecí, seguí allí, al pie de la cuesta, roja como un tomate y muerta de la vergüenza.
            Cuando conseguí reaccionar, salí espantada al lado de mi madre. En aquel momento deseaba que en vez de brazos tuviera alas bajo las que poder esconderme del mundo. Mi madre no me hizo mucho caso, enfrascada que estaba en una conversación con las amigas, y lo agradecí enormemente, pues si me hubiera preguntado qué me pasaba, yo habría empezado a llorar y a pedir perdón, pues sentía que había cometido un pecado enorme. De repente sentí que los moños me pesaban una barbaridad. Quería taparlos, ocultarlos de la vista de todos.  Y súbitamente me vino a la cabeza que aquello tan terrible que acababa de pasarme había pasado por culpa de aquellos moños galácticos. Sí, seguro que eran los líos de trenzas las que habían provocado semejante arrebato en alguien. Y me dije que nunca más, nunca más volvería a peinarme así. Mi madre no comprendió por qué, pero cuando se disponía a hacerme la raya en medio, para trenzar y liar el pelo, yo, con lágrimas en los ojos le suplicaba que me peinara de cualquier otra manera. Una simple coleta baja, o la melena suelta agarrada con un pasador. Me daba igual, pero los moños no, por favor.
            Y en efecto, nunca más llevé los moños al estilo de la princesa Leia. Pero aquello no impidió que yo en mi vida, gracias a Dios, recibiera más besos. Y digo gracias a Dios, porque con el tiempo descubrí que el auténtico pecado es negar el dulce placer de un beso.