Bienvenidos a mi blog

Espero que disfrutes con mis escritos. ¡Deja un comentario!



jueves, 18 de noviembre de 2010

LA EXQUISITA FRAGILIDAD DE LOS SUEÑOS

Si las narices pudieran hablar, y, lo que es más difícil, pudieran soñar, aquel lugar sería el objeto de sus desvelos, con ese profundo aroma a chocolate fundido entremezclado con bizcocho recién hecho, leche condensada y crema pastelera, ágilmente pincelado con un lejano pero perceptible aroma a brandy. Un paraíso para el olfato, del que podía disfrutar el gusto, pues el olor penetraba por los conductos nasales y suavemente se deslizaba por el paladar, dando la sensación de que se había dado un mordisco al exquisito aire de aquel lugar. La aromática magia no desaparecía si los ojos se abrían y contemplaban aquella densa neblina de harina blanca que flotaba en el ambiente, posándose aquí y allá, cubriéndolo todo de blanco, como un paisaje nevado del lejano norte. Todo seguía siendo un sueño de caramelo y algodón dulce, y, en medio de tal sueño, una vocecita se escuchaba:
- Me tiene que salir, me tiene que salir- se decía a sí mismo Alfredo, el pastelero y dueño de la única pastelería del pueblo.- Esta crema no va a poder conmigo, no hombre, no.
Todo esto se lo decía a sí mismo en un susurro, como quien riñe a alguien “por lo bajini”, mientras se limpiaba con la manga del uniforme de faena la frente, manchada de sudor, el que le había provocado el agitado batir de clara de huevos.
- Este año tengo que conseguirlo, este año va a ser, sí, este año va a ser el año- seguía diciéndose a sí mismo.
Alfredo sonrió mientras volvía a limpiarse el sudor. Y sonrió porque se dio cuenta de que todos los años, por esa misma fecha, la fecha en que preparaba su participación al concurso nacional de repostería, se decía a sí mismo esta frase a modo de ánimo, o simplemente para conjurar ya, de una vez por todas, la suerte que él creía faltarle. Este concurso, cuyo nombre era “La Revelación”, estaba organizado por los más prestigiosos pasteleros y críticos de postres más influyentes del país, y su premio consistía en seis mil euros, un curso de tres meses sobre las nuevas tendencias en repostería en Madrid (cosa que emocionaba a Alfredo, que nunca había ido a la capital) y la inclusión de su receta en una famosa revista de alta cocina que gozaba de gran prestigio y mayor uso y disfrute en las esferas más selectas del mundo de las “delicatessen”. Pero, en realidad, si Alfredo ansiaba ganar este concurso no era por la calidad de su premio, sino, sobre todo, por tener la certeza de que verdaderamente no se equivocó aquel día en que decidió dedicar su vida a la elaboración de dulces y pasteles.
Alfredo metió el dedo índice en la mezcla color avellana que tenía sobre la mesa. Se lo llevó a la boca, y dejó que aquella pequeña porción de masa se regodeara entre el paladar y la lengua. Frunció el ceño. No, definitivamente aquel no era el sabor que buscaba. Se quitó el sombrero de repostero y resopló, pero, lejos de desanimarse, se lo volvió a colocar con arte, se remangó, se limpió las manos en el delantal y se dirigió hacia el cubo de la basura con el cuenco que contenía la mezcla color avellana que no había sido lo que él esperaba.
- Algo falta, algo falta…
Pisó el pedal que abría el cubo de la basura y tiró la masa al tiempo que, meneando la cabeza, decía:
- Sé que no debería tirar la comida pero es que esto no hay quien se lo coma…
Alfredo trajo a su memoria las veces que ella y su hermana Carmen, de pequeños, sentados en la mesa de la cocina, habían oído de su madre eso de <>. Y sonrió al darse cuenta que su hermana hacía lo mismo con su hija Carmencita, la sobrina que se había convertido en la niña de sus ojos.
Revisó sus notas. Este era el quinto año que se presentaba al concurso nacional de postres. Cinco años preparando recetas diferentes, dejándose tardes libres enteras en aquella cocina que amaba tanto como odiaba en los días como ése, en que las recetas no salían. Cinco años, sin contar los diez que llevaba soñando con aquel concurso. Su madre le decía siempre:
- Hijo, si está de Dios, lo ganarás, pero dale tiempo a Dios. El tiempo de Dios no es el tiempo de los hombres.
Y el arte de hacer pasteles él sabía muy bien que tenía algo de divino.
- Veamos, veamos qué cambiar…-susurró, repasando mentalmente los pasos que había dado para elaborarla mientras se acariciaba la barbilla con gesto pensativo.
¿Menos avellanas? La avellana le da fortaleza, arrasa en la boca llenándola de sabor, pero quizás le quita suavidad. Sin embargo si ponía menos avellanas el sabor se quedaba cojo, pobre.
¿Algo de fruta? Pero, ¿qué fruta? Fresas, quizás fresas. Son chispeantes y seductoras, y su color rojo-rosado embellecen la masa (a Alfredo una tarta con fresas le recordaba siempre a una mujer con los labios pintados de rojo vivo…y eso le volvía loco).
- Mmmm, pero de fresas ya la hice el año pasado- recordó, chasqueando los dedos con la mano izquierda, con una expresión de fastidio en el rostro.
Y volvió a acariciarse la barbilla, pensativo. Al pronto se le iluminaron los ojos al pensar en naranjas.
A Alfredo le encantaba la mezcla de la naranja con el chocolate, y precisamente su tarta de este año tenía una base de bizcocho separada en dos partes horizontales por una fina mezcla de chocolate negro salpicado de virutas de chocolate blanco. Sí, la naranja es para el chocolate como la bella para la bestia: le insufla ganas de ser mejor.
- Oh, no. La tarta ganadora de hace dos años tenía naranjas y chocolate. No, no, otra cosa – dijo, mientras agitaba las manos al aire, rechazando esta idea.
Kiwi, piña, melocotón… ¿Y si innovaba con la sandía?
- Mmm, tiene demasiada agua. Deshará al bizcocho- determinó.
¿Uvas quizás? No, no…Alfredo alejó rápidamente aquella idea de la cabeza. Odiaba las uvas desde aquel fin de año que no pudo terminárselas todas y horas después su ex-novia le confesó en el cotillón que lo dejaba por otro. Después de cinco años y medio…¡y lo dejaba por otro! Alfredo imaginó que si sus tartas hubieran tenido sentimientos, así de abandonadas se habrán sentido en cada uno de los certámenes a los que las había presentado: desechadas por el paladar para el que habían sido llamadas a existir. Aquel abandono, después de dos años, quedó superado, pero desde entonces, y a pesar de la repulsión que sentía por las uvas, cada fin de año Alfredo procuraba comérselas todas, por lo que pudiera pasar.
De repente decidió abrir su mente y dejar libre la imaginación, como quien deja a un potro joven trotar por primera vez en un prado sin vallas. E ideó muchas mezclas de sabores, y empezó como un loco a hacerlas todas. Así se pasó todo el fin de semana, como un poseído, solo saliendo de su “laboratorio” para atender a los clientes en horario de pastelería.
- ¿Qué Alfredo? ¿Inventando algo nuevo? – le dijo el cartero, escudriñando con la mirada el interior de la cocina a través de la ventanita de cristal de la puerta que había tras el mostrador.
- No te empeñes, Gustavo, nadie verá ni catará nada de lo que estoy haciendo hasta que lo termine. El “laboratorio” está cerrado a cal y canto- le contestó Alfredo, mientras le envolvía la barra de pan y los dos cortadillos que había pedido.
- No se te ha visto el pelo en todo el fin de semana, sólo aquí en la tienda- le comentó la madre del alcalde.
- Quien algo quiere, algo le cuesta, doña Herminia.
- Estamos todo el pueblo con unas ganas tremendas de probar esos nuevos sabores con que seguro nos vas a sorprender – le dijo Ana, la ayudante del farmacéutico, que, por cierto, traía loquito de amor a Alfredo, quien aquella mañana la vio más hermosa que nunca, con su bata blanca sobre su delgado y pequeño cuerpo, y aquella enorme bufanda de colores vivos al cuello. Parecía un bocadito de nata cubierto de pequeñas gominolas de colorines. Para comérsela.
- Si sale lo que espero, tú serás la primera en probarlo- le dijo con suavidad y sin poder ocultar su temblor en el pulso mientras le devolvía el cambio.
- Eso espero- le contestó Ana, coqueta, guiñándole después.
Doña Herminia miró de reojo a la chica, que le pareció algo descarada, pero Alfredo ni se percató de ello. Sólo sintió cómo el corazón se le derretía como se derrite el caramelo cuando se pone a fuego vivo.
Tras un extenuante fin de semana, Alfredo estaba en su cocina sentado ante seis diferentes tartas, cada una de ellas de base igual a la otra, pero con distintas capas de crema encima. Y no se decidía por ninguna. Todas tenían algo bueno, pero también tenían todas una pega para ser la escogida. Se levantó de su asiento, y abrió la puerta de la cocina que daba a la calle. Necesitaba aire. Y con un profundo suspiro, como si quisiera aspirar todo el oxígeno del pueblo, volvió a sentarse frente a sus tartas. En ese momento en que Alfredo permanecía con la mirada en sus dulces, como un sargento revisa su batallón de soldados, irrumpió con toda algarabía su sobrina Carmencita.
- ¡Tío Alfredo, tío Alfredo, mira lo que me ha comprado mamá!
A Alfredo se le pusieron los ojos como platos al verla llegar como un torbellino, con su tubito de jabón líquido en la mano y una arandela rosa fucsia pegada a una varilla brillante por la que salían pompas a millones. Y, a pesar de que todo lo que quería a su pequeña y rubia sobrina de cara pecosa, no pudo evitar agarrarla del brazo mientras le gritaba, enfadado:
- ¡Quieta, Carmen, quieta! Aléjate de las tartas que no les caiga nada encima…
Pero ya fue demasiado tarde. Carmencita hizo llover infinitas pompas sobre aquella fila de tartas, y Alfredo quiso morir. Con la cara descompuesta se quedó paralizado, mientras su sobrina gimoteaba, asustada porque nunca había visto a su querido tío Alfredo tan enfadado. Pero la cara de Alfredo pasó del enfado a la sorpresa en segundos, pues, en ese momento contemplaba cómo, de todas las pompas que habían salido de aquel infantil soplido, una, bien brillante, bien bonita, bien orgullosa, se había posado sobre una de las tartas, y seguía posada sobre ella, sin romperse, tranquila, confiada, como pájaro que había encontrado su hogar.
- La de leche condensada y licor de canela- dijo.
Todas las pompas, al contacto con las tartas, habían explotado, menos esa. Y Alfredo intuyó que aquello era más que una casualidad. Quizás había conseguido una crema tan suave, tan perfectamente mezclada, sin grumos ni grietas, que la pompa había sucumbido ante ella, disfrutando de su suavidad. En ese momento imaginó que todos sus sueños de ganar el concurso aquellos años anteriores habían sido como pompas que, al contacto con la realidad, explotaban. La exquisita y elegante fragilidad de los sueños. Sin embargo, aquella pompa no explotó, aquella permanecía firme sobre la tarta, y quiso creer que quizás ya había llegado el momento de que sus sueños no se asustaran y se deshicieran al tocar suelo. Y, entonces, el corazón le dio un vuelco.
- Tío Alfredo, yo sólo quería darte suerte con mi varita mágica. ¿Ves como es mágica? Transforma mis soplidos en pompitas, y eso va a hacer que este año ganes.
Aquella mezcla de leche condensada con unas gotas de caramelo y otras gotas de licor de almendra, salpicada con raspadura muy muy fina de coco y canela sobre la base de bizcocho y mezcla de chocolates, tenía algo especial. Al menos, en ese momento, con aquella pompa sobre la tarta, lo intuyó.
Y no intuyó mal, pues aquella tarta, aunque no le proporcionó el tan deseado primer premio, sí le dio un reconocimiento especial por parte del jurado, aparte de mil euros y el hecho de que, excepcionalmente, su receta se publicara en la famosa revista de postres. Eso le inyectó una motivación e ilusión tremendas para idear nuevos dulces. Aquella tarta pasó a llamarse “Carmencita”, en honor a su sobrina y su varita mágica, y Alfredo siempre la presentaba en público con una lluvia de pompas sobre ella. En el pueblo causó furor, y fuera de él, más todavía. Pero, donde más furor causó fue en el corazón de Ana, la ayudante del farmacéutico, que, tal y como le prometió Alfredo, fue la primera en probarla, pues, antes de presentarla al concurso, le envió un trocito, con pompa incluida, y una nota que decía: <>.
Fue el amor de Ana, que se ganó con aquel detalle, el verdadero premio que la tarta “Carmencita” regaló a su autor, el bueno de Alfredo. Eso, y la certeza de que todo en la vida llega, sólo necesita su tiempo, tal y como lo decía su madre, tal y como su sobrina le enseñaba entre incansables soplidos hasta fabricar la pompa perfecta, y tal y como tantas veces Alfredo lo aprendió a través de sus tartas, a pie de horno.