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domingo, 28 de noviembre de 2010

De por qué ser consecuente con uno mismo te puede llevar a ser un vago.

Pues mire usté, señorita, la verdad es que la tarea que usté mandó de Religión no la he hecho, pa qué le voy a engañá. La verdá es que tenía intención de hacerla, de verdá, me dije <<venga, Estrella, ponte con la tarea>>, y abrí el libro y to…¿a que el ejercicio era de buscá una cita en la Biblia? ¿Eh, eh? ¿Ve como sí? De buscá una cita de este tío…a , cómo se llamaba el “gachó”…bueno, el santo ése quiero decí, que se me ha escapao lo de tío…¡¡¡ah, sí, Pablo, san Pablo!!! Pues  eso, que yo abrí el libro pa’acé la tarea y en ese momento escuché un ruido en la cocina. Señorita, a mí me extrañó, y no me iba a quedá allí sentá haciendo la tarea tranquilamente con aquel ruido…¿y si era alguien? Así que me levanté y fui, pero era mi madre, , que se le había caído el cubo de la ropa al suelo… toda la ropa tirá en el suelo…Yo, cuando vi el “percá”, ya me quedé más tranquila, porque no era que había entrao alguien, así que me cogí un batido de chocolate de la nevera y me volví p´al cuarto, y dejé a mi madre allí recogiendo la ropa, la pobre, qué doló. Entonces fue cuando cogí la Biblia pa buscar la cita…Ufff, señorita, me costó un rato encontrarla, porque mira que es gorda la Biblia, madre mía. ¿Usté se la ha leío entera? ¿Cuánto tiempo tardó el que  la escribió en escribirla? Vamo, que no le dio tiempo de hacé más en la vida y cuando la terminó de escribí se murió, seguro. Encima, mientras buscaba la cita me encontré en las páginas un dibujo de un hombre que se parecía un montón a mi tío Paco ¡¡¡y era Moisés, señorita!!! Ponía en la Biblia que el de la foto era Moisés, y yo me partía de risa, señorita, porque me imaginaba a mi tío en la misma pose que Moisés, con las tablas esas en las manos…que debían pesá un montón, señorita, ese hombre tuvo que llegá baldao…Ojú, qué punto, me harté de reir, señorita, qué punto. Bueno, pues eso, que seguí buscando, no ponga usted esa cara, que yo seguí buscando, pero de la risa me entraron ganas de ir al servicio y fui. Y cuando volví, cogí otra vez la Biblia y seguí buscando, y entonces se me cayó un papel que estaba metío en las páginas, y resultó ser del Pedro. Ojú, señorita, y usted sabe que yo lo pasé mu mal por ese niño, así que ya me quedé hecha polvo y me fui p´al salón, y me puse a la tele un ratillo, a ver si se me pasaba el disgusto con la telenovela que echaban a esa hora. Al rato, mi madre se dio cuenta de que yo estaba con la tele, y no con la tarea, y me pegó un chillío que me fui corriendo p´al cuarto otra . Y esa vé, de verdá, señorita, me dije <<venga, Estrella, ponte ya, que mañana le tienes que llevá esto a la señorita que la pobre tiene que está ya más que hasta el gorro de reñirte>>.  Bueno, pues encontré la cita y to, el “Himno al Amor” de San Pablo, ¿verdá?, pero entre el titulito y la carta que me había encontrao, no se me caía del pensamiento el Pedro, y me dio el punto de llamarlo, no sé, me dio por ahí. Total, que lo llamo, y va, y me coge el teléfono. ¿Qué voy a hacé, voy a colgá? Pues no, porque ya que ha descolgao y me van a cobrá la llamada, pues ya contesto. Y al principio, to  muy bien, y yo empecé a hacerme ilusiones otra , y entonces fue cuando le dije de ir al cine mañana, y me dijo el mu fresco que no, que estaba saliendo con la Carmela, señorita, la de 2º, y que no iba a quedá conmigo, que nosotros como amigos, que él está ahí pa lo que yo necesite, que buen rollo y que me desea lo mejó, y me colgó. Y yo me quedé hecha polvo. Me iba a ir al salón a la tele otra vé pa despejarme y quitarme la pena, y no pude porque mi madre estaba limpiando el salón y me iba a otro grito y no era plan. Entonces me propuse de verdá, de corazón, hacer la tarea, pero cuando empecé a leer eso de <<…si no tengo amor no soy nada…el amor no pasará jamás…>> y esas cosas, me puse fatá, y como usté comprenderá, yo no tenía el ánimo como pa ponerme a pensá en eso, así que dije <<mira, Estrella, tú has puesto voluntad, se lo cuentas a la señorita>>, y ya se lo estoy contando. Que no he podío porque de verdá no estaba yo pa eso, y nada, que me puede usted poner la falta de tarea, pero voluntad, lo que es voluntad, yo he puesto, ¿o no?

miércoles, 24 de noviembre de 2010

LA NIÑA DE LOS MOÑOS (este relato aparece en el libro "La cosquilla molesta", publicado por Escuela de Escritores)

Yo tendría unos nueve años por aquel entonces y era una niña gordita. No gorda, pero sí gordita, que no es lo mismo. Eso sí, era una gordita feliz, tremendamente responsable y seria   por influencia de la enseñanza religiosa que recibí de las monjas de mi colegio, pero feliz, que adoraba  las pelis de fantasía y la vida casera. Recuerdo aquellas rutinarias y felices tardes: meriendas con  humeante Cola-Cao  mientras disfrutaba de un ratito de tele (“Barrio Sésamo” y después los payasos), enfundada en mi pijama de pelitos color rosa. Y tras la programación infantil, las tareas. Entonces la casa se llenaba de un silencio tranquilo y cómplice, que me permitía bucear a mis anchas en los libros, mi otra gran pasión.   
            Yo estudiaba en un colegio de monjas sólo para niñas, las Josefinas. En aquel colegio de monjas  llevábamos un uniforme bastante feo. Se trataba de un pichi gris cuya falda llegaba a media pantorrilla, bien tapaditas las piernas, como mandaban las monjas a las que yo obedecía con devoción. Tenía un cinturón con broche, ovalado, de color plata y lleno de filigranas y dibujos señoriales, era el escudo del colegio. Debajo del peto llevábamos una camisa blanca y sobre el mismo, un simplón jersey azul marino de cuello de pico, a juego con los calcetines. Nuestra estampa asustaba,  pero yo vivía por aquel entonces muy alejada de gustar a los chicos, y sólo quería ser una niña buena. Pero ese día mi aspecto rompía aquella uniformidad porque yo estrenaba peinado. Llevaba el pelo recogido en dos moños a los lados, al más puro estilo de Princesa Leia en La Guerra de las Galaxias, película que me tenía entusiasmada. Me había empeñado en que mi madre me peinara como ella, y no paré hasta que lo conseguí, a pesar de que mi madre tenía prisa porque íbamos con el tiempo justo. Me encantaban esas trenzas enrolladas sobre sí mismas formando a los lados unos pequeños y redondos roscos de pelo, bien agarraditos, bien brillantes. Ahora que lo pienso, parecían dos pequeñas ensaimadas negras, pero…¡qué estupenda me veía yo con aquellas ensaimadas como peinado! ¡Qué feliz salí yo de mi casa aquel día con mis moños! ¡Y qué cuidado tuve todo el tiempo en que no se me deshicieran! Ni siquiera jugué a la cuerda con mis amigas en la hora de recreo por miedo a que aquella maravilla se me cayera.
            Esa tarde, a las cinco, como era costumbre cada día de lunes a viernes, mi madre vino a recogerme al colegio, y yo la esperaba con mis moños intactos. Pero aquella tarde ocurrió algo inesperado. De mi colegio nos fuimos a recoger a mi hermano, que estudiaba en el colegio de los niños. Mi madre iba con sus amigas, y yo, con las mías.            Íbamos todas corriendo y riendo (yo con cuidado de no despeinarme) en dirección a la cuesta a los pies de la cual teníamos que esperar a que salieran los niños, entre ellos, nuestros hermanos. Aquella cuesta era fantástica, como lo son todas las cuestas durante aquellos tiernos años de niñez. Ante nosotras aparecía poderosa, firme, empinada, como en dirección al cielo. Yo la miraba embelesada. Esa tarde nos pusimos las tres a los pies de la cuesta, en posición de “preparados, listos, ya”. Y, estando así, sonó la alarma que anunciaba la salida de los niños de clase. Las puertas cerradas en la cima de la cuesta se abrieron y, de repente, salieron tras ellas una manada de niños corriendo y gritando, deseosos de llegar a casa y ponerse a jugar. Los niños pasaban a nuestros lados como leones en estampida, pero nosotras nos mantuvimos firmes, en la posición de “preparados, listos, ya”. Y, de repente, ocurrió. Uno de los chicos que pasó por mi lado me estampó todo un beso en todo el moflete. No lo vi venir. Tampoco lo vi marcharse. Sólo sentí el beso en la mejilla, cortito y ruidoso, pero dejando huella húmeda. Mis amigas sí lo vieron porque empezaron a reír tan estrepitosamente que  yo deseé desaparecer. Pero no, no desaparecí, seguí allí, al pie de la cuesta, roja como un tomate y muerta de la vergüenza.
            Cuando conseguí reaccionar, salí espantada al lado de mi madre. En aquel momento deseaba que en vez de brazos tuviera alas bajo las que poder esconderme del mundo. Mi madre no me hizo mucho caso, enfrascada que estaba en una conversación con las amigas, y lo agradecí enormemente, pues si me hubiera preguntado qué me pasaba, yo habría empezado a llorar y a pedir perdón, pues sentía que había cometido un pecado enorme. De repente sentí que los moños me pesaban una barbaridad. Quería taparlos, ocultarlos de la vista de todos.  Y súbitamente me vino a la cabeza que aquello tan terrible que acababa de pasarme había pasado por culpa de aquellos moños galácticos. Sí, seguro que eran los líos de trenzas las que habían provocado semejante arrebato en alguien. Y me dije que nunca más, nunca más volvería a peinarme así. Mi madre no comprendió por qué, pero cuando se disponía a hacerme la raya en medio, para trenzar y liar el pelo, yo, con lágrimas en los ojos le suplicaba que me peinara de cualquier otra manera. Una simple coleta baja, o la melena suelta agarrada con un pasador. Me daba igual, pero los moños no, por favor.
            Y en efecto, nunca más llevé los moños al estilo de la princesa Leia. Pero aquello no impidió que yo en mi vida, gracias a Dios, recibiera más besos. Y digo gracias a Dios, porque con el tiempo descubrí que el auténtico pecado es negar el dulce placer de un beso.

lunes, 22 de noviembre de 2010

LA HUELLA DE UN BESO (fue finalista en el certamen de relatos "El Beso de Rechenna" en el presente año)


Corría el año 1974. Mis padres, unos ricos viticultores, organizaron una fiesta de cumpleaños por mi mayoría de edad. Yo, aunque era un joven espabilado, curioso y, por qué no decirlo, de buen ver, no había probado aún mujer. Oí maravillas sobre ellas: en las películas, en las novelas, en las conversaciones que espiaba tras la puerta del despacho de mi padre… pero aún no había llegado mi momento. Así que soñé mucho tiempo con aquella fiesta porque estaba convencido de que el mundo de la  mujer y sus misterios se me desvelarían por primera vez en tan esperado evento. Y tuve el convencimiento de que así ocurriría cuando la fiesta comenzó, pues en mi vida vi tanta mujer hermosa reunida bajo un mismo techo.
Mis padres me pasearon incansablemente entre las mesas, presentándome a unos y otros. Yo sólo me fijaba en sus hijas. Me sentía como un viejo verde, pero el ardor y la impaciencia propios de mi edad golpeaban fuertemente sobre mi pecho y sentía que la noche era joven y prometía mucho. Conocí a muchas chicas, todas a cuál más bella, pero con ninguna me decidía a ir más allá. Hasta que llegó el momento del brindis. Las elegantes copas de cava se llenaron hasta la mitad y se alzaron hacia arriba por mí. Bebí un sorbo y, entonces, la vi. No, no se confundan. No vi a la mujer de mis desvelos, lo que vi fue una copa de cava a medio llenar, depositada estratégicamente sobre una mesa, y en ella grabados los labios más bonitos que jamás en mi corta vida de don Juan había visto. Me acerqué a la mesa y cogí la copa para observar de cerca aquella maravillosa huella de color rojo vivo. Esas grietas dibujadas y aquel grosor dejaban a la imaginación unos labios carnosos que, seguramente, sabrían a cereza madura o a fresón. Hipnotizado por aquella imagen anduve como loco por los salones de la fiesta buscando a la propietaria de aquellos labios de cuento, soñando con los besos que podría dar. Pero nada, ninguna copa de mujer llevaba esculpidos unos labios como los que tenía la copa que me resistía a soltar, y ninguna mujer parecía ser la dueña de tan hermosa marca. La fiesta terminó, pero mi búsqueda no, pues tanto insistí a mis padres con el tema que me ayudaron a hacer algo increíble: organizar una búsqueda oficial de aquellos labios.
En el periódico escribí una reseña en la que convocaba <<a todas las mujeres que asistieron a mi fiesta, pues una de ellas había dejado en mi casa algo que le pertenecía y yo quería devolvérselo en persona y, de paso, si ella lo quisiera, podríamos conocernos mejor>>.  Sólo exigía que vinieran con los labios pintados de color rojo intenso. Y no sé si fue la curiosidad o el romanticismo que inspiraba el que aquello pareciera el cuento de la Cenicienta y yo el príncipe que buscaba a su princesa, o simple y llanamente, el aroma que desprendía la fortuna de mi familia, fueron muchas las mujeres que acudieron a lo que posteriormente se llamó “el casting del beso en la copa”. A todas les hice pasar por el mismo protocolo: beber un sorbo de una copa de cava exactamente igual a la original. Y, sin preguntar ni cuestionar nada, una a una lo hacían obedientemente. Para tristeza mía (y supongo de las allí presentes) yo no hallé entre tanta señora mis soñados labios. Ninguna mujer dejó en ninguna copa una filigrana tan perfecta y delicada como la de la copa que yo hallé en mi fiesta y que celosamente guardaba en una caja en el fondo del armario. Quizás aquella mujer no estaba en la ciudad, o quizás aquella huella era tan perfecta que no podía volver a repetirse otra igual, lo cierto es que no la encontré no sólo entonces, sino nunca más en mi vida.
Lo que podría haber sido una gran decepción no fue más que un primer paso en mi larga carrera en el amor. Guardé la copa con esos divinos labios marcados en su borde como quien guarda en su memoria al primer amor, y desde entonces fui saciando poco a poco mi curiosidad por el sexo femenino hasta que encontré a Isabel, la mujer de mi vida, con la que me casé y formé una familia. Ella hizo que mi carrera de Casanova frenara en seco, y nunca me arrepentí de ello. Además he decir que sus labios sí que dejan una estampa preciosa en la copa cuando bebe. Aquello fue lo que hizo que quemara mis naves y me rindiera para siempre ante ella, porque, eso sí, llámenme fetichista si lo desean, pero una de las cosas en las que me fijo en una mujer es en la marca que dejan sus labios en la copa.
Todos los años, en Nochevieja, en el momento del brindis con el cava, saco la copa y le cuento a mis hijos y nietos la historia del “casting del beso en la copa”, y no me creen. No sé si ustedes me habrán creído pero, por si acaso, les daré un consejo: si están en plena búsqueda del amor y tienen a una candidata a la vista, fíjense en la marca que dejan sus labios en una copa, porque labios que no son grabados con primor, besos que nunca serán sellados con pasión en el corazón del hombre que los reciba.

domingo, 21 de noviembre de 2010

HISTORIA DE UN FLECHAZO (del libro Días Mundiales)

Como cada lunes, el metro rebosa de gente. Lo cierto es que se convierte en una especie de hormiguero humano: nos amontonamos, empujamos, esquivamos y hasta nos ignoramos, porque vamos cada uno a lo nuestro, con nuestra carga de cada día, sólo esperando poder llegar al final de la jornada sin haber perdido nada de lo bueno que tenemos. Sin embargo, y a pesar de tanto tumulto, hoy he tenido suerte, y he cogido asiento a la altura de la segunda parada. Levanto la vista para ver cuántas me quedan y es en esto cuando me topo con sus ojos, grandes y oscuros como dos botones de nácar negro. Simplemente asombrosos. Entre tanto vaivén del metro, creo intuir una sonrisa hacia mí. Le correspondo, y bajo de nuevo la mirada, mientras me coloco mejor el flequillo. ¿Será que le he gustado?
            Levanto la mirada nuevamente, y ahí están sus ojos, fijos en mí, al igual que su sonrisa que, implacable, sigue sobre su rostro como una media luna blanca. Le correspondo con la mía, y, de repente, noto que enrojezco, tanto que mi cara deja de serlo para ser una enorme bombilla roja. La verdad es que el chico no está mal. Y no tiene mal gusto vistiendo: vaqueros y camiseta con la frase “Leer construye por dentro”. ¡Si es hasta culto! Lleva una mochila a cuestas, y una raqueta de tenis. Seguro que es un buen deportista, un chico sano, saludable… ¡Me gusta!
            Continúa  mirándome fijamente, y yo sigo ruborizada. Subo y bajo la mirada una y otra vez, como si con la mirada pretendiera subir y bajar una cremallera de...de sabe Dios qué parte de su vestimenta. No me atrevo a ser tan directa como él lo está siendo conmigo. Sí, le he gustado, y he tenido suerte pues, físicamente, la verdad, no está mal y, además… ¿qué lleva en el cuello? ¿Un crucifijo? ¡Intelectual, deportista y religioso! O, por lo menos, espiritual. No está mal para los tiempos que corren. Seguro que canta en su parroquia, en un coro. A lo mejor da catequesis,  a adolescentes, o quizás a niños que se preparan para la Primera Comunión. Y siendo tan católico, seguro que querrá una boda por la Iglesia. Jo, yo que soy tan capillita, más que la Virgen de los Reyes... Ya me veo, de blanco, con ramo de rosas rojas, entrando en la Iglesia, mientras a un lado y a otro contemplo a toda mi gente, en especial mis tías y primas,  mirándome, entre envidiosas y admiradas, como cotorras que se preguntan por qué ellas o sus hijas no consiguieron lo que yo he conseguido.
            Tendremos hijos que estudiarán en los mejores colegios y…
            La voz que anuncia la siguiente parada me saca de mis sueños, y “mi amor” se pone en pie, saca su bastón y pidiendo paso educadamente, se abre camino entre la gente a tientas y a bastonazos. ¡Es ciego! ¡Yo creyendo que me miraba y es ciego!       Las puertas del metro se cierran, y tras ellas se pierde mi amado, escaleras arriba, y con él, todos mis sueños y deseos de que la vida sea algo más que esta rutina que empieza cada lunes en el metro.

sábado, 20 de noviembre de 2010

LOS PASOS QUE NO DÍ CON LOS PIES (3º Premio de Relato "Amigos del Camino". Año 2003)

-          Ya está, lo he decidido: me voy a hacer el Camino de Santiago. Me voy a investigar sobre esa magia que dicen que hay por allí. Meigas, conjuros, magos...Si tanto hablan de esas cosas, es que algo tiene que haber, así que voy a averiguarlo.
-          Pero...¿qué dice esta niña, Paco?
Bueno, la pregunta de mi madre, más que a pregunta, sonó a exclamación. Vamos, que si en su lugar mi madre hubiera dicho <<¡Paco, a esta niña definitivamente se le ha ido la cabeza!>>, la frase hubiera transmitido el mismo mensaje.
-          ¿Qué estás tramando ahora, Mariana?- eso sí fue una pregunta, de mi padre en este caso.
Tramando. Ese gerundio está muy asociado a mí. Les cuento. Yo siempre ando de acá para allá, no tengo asiento ni descanso. El problema es esta enorme e insaciable curiosidad que siento por todo en este mundo. Incluso por aquellas cosas absurdas en las que nadie repara, o no se atreven a reparar por miedo a que los tachen de locos, que es como se me tacha a mí. Yo soy << el bicho raro del pueblo>>. Que si tengo muchos pajaritos en la cabeza, que si a ver si me dejo de tonterías ya, que si ya es hora de que les dé a mis padres un respiro, que si por qué yo no puedo llevar una vida como todo el mundo... (¿cuál será esa vida que parece que todo el mundo lleva por igual?, me pregunto yo. Es algo que, aparte de no comprender, me parece de lo más aburrido...). En fin, que todos tratan de aconsejarme diciendo que si no cambio, a estas alturas de la película, jamás encontraré un hombre en condiciones (<<¡y con lo difícil que está hoy en día encontrar a alguien, hija mía!>>, comenta Mari Pili, una de mis vecinas, cuya gran satisfacción es que ya tiene a todas sus hijas casadas). Y digo yo que sí, que un hombre estaría muy bien, pero...¿cuál de ellos estaría dispuesto a soportar este trote?
Lo cierto es que, cuando lo pienso, soy capaz de darme cuenta de que mi iniciativa no fue demasiado cabal. Decir que la única razón por la que deseaba meterme en semejante aventura era por ver si era posible encontrarme con alguna bruja o algún mago no es algo como para tomarlo con mucho respeto. Lo que ocurría es que de un tiempo para acá yo me había interesado mucho por todo ese mundillo de hechizos, caballeros que guardaban el Camino y queimadas misteriosas... Incluso había leído algún que otro libro que mezclaba la magia con el Camino de Santiago... Era algo que me tenía absolutamente obnubilada.
Así que, ni corta ni perezosa, un día cogí mi mochila (meticulosamente preparada desde hacía una semana), cogí también algunos libros sobre todo ese mundillo que me tenía tan motivada para la experiencia, dinero, mi gorra...¡los mapas! Recuerdo que casi los olvidé en casa. ¡A saber dónde habría acabado sin ellos!  Y, vestida de intrépida peregrina con bastón en mano y todo (que se me antojaba como una especie de gran “palo” para hacer hechizos, de esos que deben usar los magos tipo Merlín el Encantador) allá que me fui a comenzar mi aventura.
Pero no conté con algo: que no iba sola. Conmigo se venía todo un séquito de acompañantes: padre, madre, hermanos, mi abuela María (sí, la abuela a caminar también), la tía Enriqueta (uf, menuda es), las hijas casadas de Mari Pili (esto es, todas sus hijas), mi tutor de mis tiempos de Secundaria y gran amigo de mis padres, don Eulalio, y el grupito de chicas que dicen ser mis “amigas”, a las que tengo “fascinadas” con mis excentricidades y les sirvo de inspiración para sus burlas y bromas pesadas.
Cuando los vi a todos frente a mí, no me lo podía creer. ¿Que toda esa gente iba a acompañarme en esa travesía? Pero, lejos de amilanarme, pues no deseaba darles el gane, me subí al autobús seguida de toda esa patulea, con destino a Astorga, mi punto de partida en esta aventura. Escogí Astorga porque, físicamente no me encontraba bien para empezar en Roncesvalles. Y, además, Astorga era lo que me pillaba más cerca de mi pueblo. Y, supongo, que esta decisión de no andarme todo el Norte de España en dirección Santiago de Compostela fue de agradecer por más de uno o de dos que venían en mi “corte de acompañamiento”.
Mi viaje en autobús hacia Astorga fue un puro trajín,  como viajar rodeada de gallinas cluecas: que si qué necesidad había de pasar por aquello; que por qué no me quedaba en el pueblo como todas las chicas de mi edad, haciendo lo que normalmente hacen las chicas de mi edad; que de dónde había sacado yo aquellos libros; que ya podría yo haberme entusiasmado mejor por libros de cocina...
-          Hija, que para ser una buena mujer se debe ser una buena cocinera.
Este comentario fue de mi abuela María.
-          Sobre todo si quieres pescar un buen marido.
Éste otro, cómo no, era de la casada hija mayor de Mari Pili...
Al llegar a Astorga, muy temprano en la mañana, decidí desayunar algo y comenzar a caminar de inmediato, sin descansar nada. Pensé que, a lo mejor, si ya mismo comenzaba a andar, conseguiría amansar a las fieras que me acompañaban hasta que finalmente callaran por cansancio. Pero nada, el trote no consiguió rebajarles el ánimo ni secarles la lengua. Mi pobre cabecita era como un hervidero de grillos. Y yo necesitaba que estuviera despejada, en perfectas condiciones para así poder concentrarme en cada detalle del Camino, cada persona... no podía despistarme de mi objetivo si quería que toda aquella calamidad tuviera algún sentido.
Durante varios días, mi peregrinar fue una auténtica purga por mis pecados. La comparsa de personas que llevaba tras de mí no callaba por nada del mundo:
-          Hija mía, nosotros, a tu edad, éramos padres y todos...- mis padres, intentando hacerme ver que había otras posibilidades más sensatas para mí en aquellos momentos.
-          Esta hija tuya está rematadamente loca – ésa fue la tía Enriqueta, ella siempre tan directa.
-          Al menos te vas a quedar muy delgada, Mariana. Lástima que no lo luzcas con esa ropa que traes. Fíjate qué estilo más chic tienen algunos peregrinos, fíjate...- mis amigas, siempre conectando con el sentido trascendente de la existencia.
-          En vez de hacer esto, Mariana, ¿por qué no proyectas tus energías en tu futuro profesional? Eso sí es un camino en el que deberías profundizar y buscar la forma de llegar lo más lejos posible – ésta fue la primera aportación vocal de don Eulalio al grupo, y ya no calló desde entonces.
-          ¡Esta niña, cuándo cambiará!- vocearon todos al unísono.
¡Eso me decía yo! ¡ Cuándo cambiaré... pero de país! Empezaba ya a enojarme tanta crítica destructiva, y mi enfado crecía por momentos. Entonces intentaba alejarme de ellos cuando no se daban cuenta. Era en esos precisos momentos cuando me entregaba a mi quehacer. Me mezclaba con los otros peregrinos, conversaba con ellos, y a algunos les llegué a contar la razón por la que estaba allí. Uf, hubo de todo: el que se rió en mi cara, el que se rió al dar la media vuelta, el que dejó automáticamente de darme conversación, el que me miró con gesto raro...Pero también hubo quien me escuchó, y hasta mostró cierto sincero entusiasmo. Esto me dio seguridad para iniciar con determinadas personas interesantes charlas, debates, diálogos... que me permitieron conocer más un poquito del mundo en general, de este planeta Tierra del que a veces disto tanto. Y algo curioso también pasó en mí: por una vez en mi vida llegué a no sentirme un <<bicho raro>> mientras hablaba de mis inquietudes, pensamientos, sentimientos, deseos... de todo en general que tuviera cierto eco en mí y que parecía tener cierto interés para los demás. Y me sentía tan bien... tan lejos del sentimiento de soledad y de lejanía del resto de la gente que a veces se adueñaba de mí...
También procuraba indagar en los sitios por los que iba pasando. Me paraba en los lugares que me inspiraban, que me hacían creer que algo misterioso se gestaba en ellos, que algo sobrenatural flotaba en el ambiente: determinados rincones especiales donde realidad y fantasía podían mezclarse, desde una queimada hasta una vista desde lo alto de un monte, pasando por una montaña de piedras que peregrinos dejaban allí o una esquinita muy especial de algún albergue... Pero ni rastro de mis brujas y mis magos. ¿Dónde se esconderían? Pues yo estaba segura de que andaban por allí...
Y mientras mi búsqueda iba tomando cuerpo, algo realmente misterioso (eso sí que fue raro) fue ocurriendo: mis acompañantes iban poco a poco dejándome, iban abandonándome a mi suerte.
La primera en darse por vencida fue la abuela María. Dio su camino por finalizado en Villafranca del Bierzo. Demasiado lejos llegó.
Los siguientes en abandonar fueron la tía Enriqueta y don Eulalio, que se quedaron a la sombra de un árbol, antes de subir la cuesta de La Faba.
-          ¡Ahí te quedas con tu camino! – corearon.
Me dio no sé qué dejarles allí, pero algo dentro de mí me decía que se las apañarían bien.
Mis amigas desistieron en el Cebreiro. Después de aquella subida tan tremenda sobre piedras, fango y sudor, descubrieron que el glamour las había abandonado por siempre y, horrorizadas, se marcharon en el primer autobús que las llevara para el pueblo, a ver si allí lo recuperaban.
Conforme me iban dejando, mejor podía yo ocuparme de mis menesteres. Sin embargo, cuánto más me implicaba en el Camino, con sus gentes y sus lugares,  y más sensaciones novedosas y extrañas iba recaudando, más lejos de mis propósitos me veía. No lograba toparme de cara con algo que tuviera que ver con sortilegios y hechizos. Secretamente he de confesar que una noche salí del albergue y dormí a cielo abierto, para ver si lograba divisar alguna bruja volando con escoba sobre mi cabeza, o si, por un casual, al menos me asaltaba un búho parlanchín de ésos. La desesperación iba engordando cada vez más mi locura.
Las hijas casadas de Mari Pili me abandonaron en Portomarín. Éstas aguantaron un buen tramo. Pero decidieron bajarse de aquella aventura ellas y sus intenciones de casarme con todos los peregrinos que se cruzaban.
Mis hermanos, que me habían seguido todo el tiempo en silencio absoluto, pusieron fin a su andadura en Arca. No dijeron nada. Comprendí que, aunque éramos hermanos, no teníamos que tener las mismas metas. Supongo que ellos también comprendieron eso.
Y, finalmente, mis padres se quedaron en el Monte del Gozo. Aquella separación fue la más dura para mí:
-          Quédate con nosotros, Mariana. Hija, abandona ya.
Pero, llegados a ese punto, yo no podía hacerlo. A pesar de mi honda pena, y hasta de algunas dudas que me invadieron, yo debía continuar, y terminar. Así que me abracé a ellos y allí les dejé.
Y así fue como llegué a Santiago. Recuerdo que mientras recorría los kilómetros que separaban el Monte del Gozo del Apóstol, miles de preguntas y respuestas bullían dentro de mí sin emparejarse las unas con las otras de forma correcta. Y continuamente sobrevolaba sobre mi cabeza esa terrible idea de que todo había sido en vano. Salí en busca de algo que no encontré, y que mucho me temía ya no iba a encontrar.
Recuerdo que así me hallaba, sumida en mí misma, sola por primera vez en todo el camino. Y, de repente, no me acuerdo cómo llegué hasta allí, pasé por debajo de una especie de... arco, creo, y, al girar a mi izquierda, de las sombras pasé a la luz. Allí me encontré con ella. Enorme, majestuosa, segura de sí misma, fiel y hospitalaria como una madre universal... La catedral de Santiago.
-          Hola Mariana. Sabía que llegarías hoy. Te esperaba. En realidad te esperaba desde que saliste de casa.
Puedo jurar, de verdad que puedo, que la oí. Oí que me hablaba a mí, sólo a mí, por mi nombre me llamaba. Sólo yo estaba allí para ella en ese momento.  Me dejé llevar por lo extraño de la situación.
-          Sola y derrotada – le contesté. – No encontré esa magia que vine a buscar.
-          ¿Estás segura de ello? ¿Te fijaste bien?
-          Con los ojos bien abiertos.
-          Se trata de fijarse precisamente con algo más que con los ojos. En cuanto a lo de sola...
Tardé una hora exacta en comprender esas palabras, pero en cuanto lo hice, rompí a llorar. ¡Oh, Dios, y cuánto lloré!
Cuando volví al pueblo, allí me estaban esperando todos. Y allí estaban porque en realidad nunca vinieron conmigo. Los que sí vinieron fueron mis propios fantasmas, aquello que me asusta de la vida: el qué dirán, el no gustar, el no ser lo que esperan de mí, que mi carrera profesional no fuera del todo brillante, que no encontrara a ese alguien con quien compartir la vida, el no poder ser yo... Y todos esos temores se fueron quedando poco a poco en el camino, pudiendo así yo comprobar que podía llegar a cualquier meta siempre y cuando me tuviera a mí misma, limpia de miedos.
Fue en ese momento cuando sentí un enorme amor por mi gente, y les abracé con todas mis fuerzas. Ya estaba en casa.
Hoy me siguen preguntando algunos del pueblo, con tono jocoso, si llegué a encontrar magos y brujas en el Camino de Santiago. Noto cómo, cuando me lo preguntan, burlonamente muestran una mueca que parece ser una sonrisa intencionadamente mal disimulada. ¡Ilusos! Ya soy inmune ante ellos. Hace mucho que dejé de sentirme culpable por ser diferente al resto del mundo. Y, en consecuencia, hace mucho que dejé de pedir perdón por ello.
-          Y dinos, Mariana, ¿encontraste por fin las brujas y magos que buscabas?
Otra vez con la preguntita.
-          ¿Se te cruzó alguna meiga en el Camino, tesoro?
Oigo las risitas a mi espalda. Era curioso que precisamente ella, Nuria, esa mujer y sus circunstancias, me preguntaran si me había cruzado con alguna meiga en mi camino. En fin, para ello, me di cuenta durante mi peregrinación, no tenía que marcharme hasta Santiago.
-          Mujer, allí dicen que haberlas... pues que sí, que las hay.
-          Pero, dinos, ¿tú has visto alguna?
Sus grandes ojos y los de sus acompañantes me miraban expectantes, brillantes, con la mueca burlona en sus rostros. Y por un momento me pregunto si, detrás de esa infantil insistencia, en el fondo no sienten el pequeño escozor de la curiosidad y el morbo.
Abro mi boca con la intención de contarles la verdad y...
-          Alguna he visto. Aún hoy las sigo viendo.
Entonces se marchan riendo a carcajadas, con aire triunfador por haber desenmascarado un día más a la loca que hay en mí. Y yo, allí me quedo, en parte enfadada por no haber conseguido que se ofendieran con la ironía de mi respuesta, y en parte conmovida porque, en el fondo, es triste comprobar que hay personas que encuentran sentido a sus vidas de esa manera tan patética.
¿Qué si he visto brujas y magos? ¡Claro que los vi durante mi peregrinación! Y no pocos.
He visto brujas, brujas buenas que, con fantásticos potingues y ungüentos, y unos toques de mano muy acertados mientras te cuentan su mundo interior, rebajaban mis crecidas ampollas y aliviaban unos pies vencidos por el pasar de kilómetros. Manos prodigiosas capaces de calmar la tensión de una espalda castigada por la mochila durante horas.
-          Anda, toma un poco de esta agua fresca. Te dejará como nueva para volver al camino- me decían, ofreciéndome de sus cantimploras.
Agua de manantial, sangre de montañas muy milagrosa, se lo digo yo. Hacen al cuerpo renacer tras una buena ración de pasos.
Con alguna que otra bruja mala también me topé... sin embargo descubro, como he dicho antes, que de esas nos encontramos todos alguna vez en la vida. Pero sus poderes quedan anulados, y a veces hasta olvidados, con la bondad que también, si somos capaces de apreciar, sale cada día a nuestro paso.
He visto magos, hombres que, ante la desesperación que te da el cansancio y el no encontrar lugar para dormir, sacaban sitio de donde no lo había como sacan liebres de las chisteras los magos de la tele. Hombres que cualquier rinconcito de sus casas o de sus iglesias transforman ante tus ojos en un cómodo hueco donde reposar y abandonarse al sueño.
También he visto señales mágicas. Flechas amarillas, conchas de piedra, números reveladores que surgían de entre los árboles como por arte de magia para asegurarme de que por ahí iba bien. Suspiros de tranquilidad en las encrucijadas.
Y he oído voces, susurros. Los de las piedras, los de los árboles, los del viento, los de las montañas... y los del propio camino. Pero sobre todo, oí su voz, la de ella, tan grande y poderosa, allí, plantada en la Plaza del Obradoiro, con la seguridad que le da el pasar de los años ante ella; con la firmeza de que, aunque el mundo se caiga, ella seguirá allí, recibiendo a sus peregrinos, llamándolos por su nombre. Todavía la oigo llamándome por el mío.
            Y me preguntan si hallé la magia que salí a buscar.
            A veces la magia puede ser tan humana y cercana que somos incapaces de percibirla. Pero es magia, porque te cambia por dentro y no sabes cómo ocurrió... Ése es el mágico misterio que rodea al Camino, un secreto callado cuidadosamente, que se te revela desde la rutina del caminar, y desde ahí mismo te haces cómplice de él. Comprendes entonces que sólo en el silencio puedes mantenerlo vivo y real, que no puedes contárselo a nadie porque es personal a la vez que universal, y porque sólo se descubre y se entiende...andando.
            Y por ello hoy sigo siendo la loca del pueblo, la Mariana, la hija del de la tienda de hilos y lanas, que no anda muy bien la pobre de la cabeza, y que tiene a su familia aburrida.
            Enciendo la tele, leo los periódicos, escucho la radio, oigo a la gente, observo sus vidas... ¡y me llaman loca a mí! Yo, porque un día salí de mi casa y, de repente, tuve el gusto de darme de bruces conmigo misma y con mi vida, allí, en Santiago. Ésa es mi felicidad, ¡y mi locura!, a la que me abrazo cada día para poder sobrevivir a este mundo.
            Esta es la magia y el hechizo que encontré, y creo que los  que todos encuentran cuando se comienza un camino que se anda con el corazón. Y es que los pasos que nos llevan más lejos son precisamente aquellos que no damos con los pies.

jueves, 18 de noviembre de 2010

LA EXQUISITA FRAGILIDAD DE LOS SUEÑOS

Si las narices pudieran hablar, y, lo que es más difícil, pudieran soñar, aquel lugar sería el objeto de sus desvelos, con ese profundo aroma a chocolate fundido entremezclado con bizcocho recién hecho, leche condensada y crema pastelera, ágilmente pincelado con un lejano pero perceptible aroma a brandy. Un paraíso para el olfato, del que podía disfrutar el gusto, pues el olor penetraba por los conductos nasales y suavemente se deslizaba por el paladar, dando la sensación de que se había dado un mordisco al exquisito aire de aquel lugar. La aromática magia no desaparecía si los ojos se abrían y contemplaban aquella densa neblina de harina blanca que flotaba en el ambiente, posándose aquí y allá, cubriéndolo todo de blanco, como un paisaje nevado del lejano norte. Todo seguía siendo un sueño de caramelo y algodón dulce, y, en medio de tal sueño, una vocecita se escuchaba:
- Me tiene que salir, me tiene que salir- se decía a sí mismo Alfredo, el pastelero y dueño de la única pastelería del pueblo.- Esta crema no va a poder conmigo, no hombre, no.
Todo esto se lo decía a sí mismo en un susurro, como quien riñe a alguien “por lo bajini”, mientras se limpiaba con la manga del uniforme de faena la frente, manchada de sudor, el que le había provocado el agitado batir de clara de huevos.
- Este año tengo que conseguirlo, este año va a ser, sí, este año va a ser el año- seguía diciéndose a sí mismo.
Alfredo sonrió mientras volvía a limpiarse el sudor. Y sonrió porque se dio cuenta de que todos los años, por esa misma fecha, la fecha en que preparaba su participación al concurso nacional de repostería, se decía a sí mismo esta frase a modo de ánimo, o simplemente para conjurar ya, de una vez por todas, la suerte que él creía faltarle. Este concurso, cuyo nombre era “La Revelación”, estaba organizado por los más prestigiosos pasteleros y críticos de postres más influyentes del país, y su premio consistía en seis mil euros, un curso de tres meses sobre las nuevas tendencias en repostería en Madrid (cosa que emocionaba a Alfredo, que nunca había ido a la capital) y la inclusión de su receta en una famosa revista de alta cocina que gozaba de gran prestigio y mayor uso y disfrute en las esferas más selectas del mundo de las “delicatessen”. Pero, en realidad, si Alfredo ansiaba ganar este concurso no era por la calidad de su premio, sino, sobre todo, por tener la certeza de que verdaderamente no se equivocó aquel día en que decidió dedicar su vida a la elaboración de dulces y pasteles.
Alfredo metió el dedo índice en la mezcla color avellana que tenía sobre la mesa. Se lo llevó a la boca, y dejó que aquella pequeña porción de masa se regodeara entre el paladar y la lengua. Frunció el ceño. No, definitivamente aquel no era el sabor que buscaba. Se quitó el sombrero de repostero y resopló, pero, lejos de desanimarse, se lo volvió a colocar con arte, se remangó, se limpió las manos en el delantal y se dirigió hacia el cubo de la basura con el cuenco que contenía la mezcla color avellana que no había sido lo que él esperaba.
- Algo falta, algo falta…
Pisó el pedal que abría el cubo de la basura y tiró la masa al tiempo que, meneando la cabeza, decía:
- Sé que no debería tirar la comida pero es que esto no hay quien se lo coma…
Alfredo trajo a su memoria las veces que ella y su hermana Carmen, de pequeños, sentados en la mesa de la cocina, habían oído de su madre eso de <>. Y sonrió al darse cuenta que su hermana hacía lo mismo con su hija Carmencita, la sobrina que se había convertido en la niña de sus ojos.
Revisó sus notas. Este era el quinto año que se presentaba al concurso nacional de postres. Cinco años preparando recetas diferentes, dejándose tardes libres enteras en aquella cocina que amaba tanto como odiaba en los días como ése, en que las recetas no salían. Cinco años, sin contar los diez que llevaba soñando con aquel concurso. Su madre le decía siempre:
- Hijo, si está de Dios, lo ganarás, pero dale tiempo a Dios. El tiempo de Dios no es el tiempo de los hombres.
Y el arte de hacer pasteles él sabía muy bien que tenía algo de divino.
- Veamos, veamos qué cambiar…-susurró, repasando mentalmente los pasos que había dado para elaborarla mientras se acariciaba la barbilla con gesto pensativo.
¿Menos avellanas? La avellana le da fortaleza, arrasa en la boca llenándola de sabor, pero quizás le quita suavidad. Sin embargo si ponía menos avellanas el sabor se quedaba cojo, pobre.
¿Algo de fruta? Pero, ¿qué fruta? Fresas, quizás fresas. Son chispeantes y seductoras, y su color rojo-rosado embellecen la masa (a Alfredo una tarta con fresas le recordaba siempre a una mujer con los labios pintados de rojo vivo…y eso le volvía loco).
- Mmmm, pero de fresas ya la hice el año pasado- recordó, chasqueando los dedos con la mano izquierda, con una expresión de fastidio en el rostro.
Y volvió a acariciarse la barbilla, pensativo. Al pronto se le iluminaron los ojos al pensar en naranjas.
A Alfredo le encantaba la mezcla de la naranja con el chocolate, y precisamente su tarta de este año tenía una base de bizcocho separada en dos partes horizontales por una fina mezcla de chocolate negro salpicado de virutas de chocolate blanco. Sí, la naranja es para el chocolate como la bella para la bestia: le insufla ganas de ser mejor.
- Oh, no. La tarta ganadora de hace dos años tenía naranjas y chocolate. No, no, otra cosa – dijo, mientras agitaba las manos al aire, rechazando esta idea.
Kiwi, piña, melocotón… ¿Y si innovaba con la sandía?
- Mmm, tiene demasiada agua. Deshará al bizcocho- determinó.
¿Uvas quizás? No, no…Alfredo alejó rápidamente aquella idea de la cabeza. Odiaba las uvas desde aquel fin de año que no pudo terminárselas todas y horas después su ex-novia le confesó en el cotillón que lo dejaba por otro. Después de cinco años y medio…¡y lo dejaba por otro! Alfredo imaginó que si sus tartas hubieran tenido sentimientos, así de abandonadas se habrán sentido en cada uno de los certámenes a los que las había presentado: desechadas por el paladar para el que habían sido llamadas a existir. Aquel abandono, después de dos años, quedó superado, pero desde entonces, y a pesar de la repulsión que sentía por las uvas, cada fin de año Alfredo procuraba comérselas todas, por lo que pudiera pasar.
De repente decidió abrir su mente y dejar libre la imaginación, como quien deja a un potro joven trotar por primera vez en un prado sin vallas. E ideó muchas mezclas de sabores, y empezó como un loco a hacerlas todas. Así se pasó todo el fin de semana, como un poseído, solo saliendo de su “laboratorio” para atender a los clientes en horario de pastelería.
- ¿Qué Alfredo? ¿Inventando algo nuevo? – le dijo el cartero, escudriñando con la mirada el interior de la cocina a través de la ventanita de cristal de la puerta que había tras el mostrador.
- No te empeñes, Gustavo, nadie verá ni catará nada de lo que estoy haciendo hasta que lo termine. El “laboratorio” está cerrado a cal y canto- le contestó Alfredo, mientras le envolvía la barra de pan y los dos cortadillos que había pedido.
- No se te ha visto el pelo en todo el fin de semana, sólo aquí en la tienda- le comentó la madre del alcalde.
- Quien algo quiere, algo le cuesta, doña Herminia.
- Estamos todo el pueblo con unas ganas tremendas de probar esos nuevos sabores con que seguro nos vas a sorprender – le dijo Ana, la ayudante del farmacéutico, que, por cierto, traía loquito de amor a Alfredo, quien aquella mañana la vio más hermosa que nunca, con su bata blanca sobre su delgado y pequeño cuerpo, y aquella enorme bufanda de colores vivos al cuello. Parecía un bocadito de nata cubierto de pequeñas gominolas de colorines. Para comérsela.
- Si sale lo que espero, tú serás la primera en probarlo- le dijo con suavidad y sin poder ocultar su temblor en el pulso mientras le devolvía el cambio.
- Eso espero- le contestó Ana, coqueta, guiñándole después.
Doña Herminia miró de reojo a la chica, que le pareció algo descarada, pero Alfredo ni se percató de ello. Sólo sintió cómo el corazón se le derretía como se derrite el caramelo cuando se pone a fuego vivo.
Tras un extenuante fin de semana, Alfredo estaba en su cocina sentado ante seis diferentes tartas, cada una de ellas de base igual a la otra, pero con distintas capas de crema encima. Y no se decidía por ninguna. Todas tenían algo bueno, pero también tenían todas una pega para ser la escogida. Se levantó de su asiento, y abrió la puerta de la cocina que daba a la calle. Necesitaba aire. Y con un profundo suspiro, como si quisiera aspirar todo el oxígeno del pueblo, volvió a sentarse frente a sus tartas. En ese momento en que Alfredo permanecía con la mirada en sus dulces, como un sargento revisa su batallón de soldados, irrumpió con toda algarabía su sobrina Carmencita.
- ¡Tío Alfredo, tío Alfredo, mira lo que me ha comprado mamá!
A Alfredo se le pusieron los ojos como platos al verla llegar como un torbellino, con su tubito de jabón líquido en la mano y una arandela rosa fucsia pegada a una varilla brillante por la que salían pompas a millones. Y, a pesar de que todo lo que quería a su pequeña y rubia sobrina de cara pecosa, no pudo evitar agarrarla del brazo mientras le gritaba, enfadado:
- ¡Quieta, Carmen, quieta! Aléjate de las tartas que no les caiga nada encima…
Pero ya fue demasiado tarde. Carmencita hizo llover infinitas pompas sobre aquella fila de tartas, y Alfredo quiso morir. Con la cara descompuesta se quedó paralizado, mientras su sobrina gimoteaba, asustada porque nunca había visto a su querido tío Alfredo tan enfadado. Pero la cara de Alfredo pasó del enfado a la sorpresa en segundos, pues, en ese momento contemplaba cómo, de todas las pompas que habían salido de aquel infantil soplido, una, bien brillante, bien bonita, bien orgullosa, se había posado sobre una de las tartas, y seguía posada sobre ella, sin romperse, tranquila, confiada, como pájaro que había encontrado su hogar.
- La de leche condensada y licor de canela- dijo.
Todas las pompas, al contacto con las tartas, habían explotado, menos esa. Y Alfredo intuyó que aquello era más que una casualidad. Quizás había conseguido una crema tan suave, tan perfectamente mezclada, sin grumos ni grietas, que la pompa había sucumbido ante ella, disfrutando de su suavidad. En ese momento imaginó que todos sus sueños de ganar el concurso aquellos años anteriores habían sido como pompas que, al contacto con la realidad, explotaban. La exquisita y elegante fragilidad de los sueños. Sin embargo, aquella pompa no explotó, aquella permanecía firme sobre la tarta, y quiso creer que quizás ya había llegado el momento de que sus sueños no se asustaran y se deshicieran al tocar suelo. Y, entonces, el corazón le dio un vuelco.
- Tío Alfredo, yo sólo quería darte suerte con mi varita mágica. ¿Ves como es mágica? Transforma mis soplidos en pompitas, y eso va a hacer que este año ganes.
Aquella mezcla de leche condensada con unas gotas de caramelo y otras gotas de licor de almendra, salpicada con raspadura muy muy fina de coco y canela sobre la base de bizcocho y mezcla de chocolates, tenía algo especial. Al menos, en ese momento, con aquella pompa sobre la tarta, lo intuyó.
Y no intuyó mal, pues aquella tarta, aunque no le proporcionó el tan deseado primer premio, sí le dio un reconocimiento especial por parte del jurado, aparte de mil euros y el hecho de que, excepcionalmente, su receta se publicara en la famosa revista de postres. Eso le inyectó una motivación e ilusión tremendas para idear nuevos dulces. Aquella tarta pasó a llamarse “Carmencita”, en honor a su sobrina y su varita mágica, y Alfredo siempre la presentaba en público con una lluvia de pompas sobre ella. En el pueblo causó furor, y fuera de él, más todavía. Pero, donde más furor causó fue en el corazón de Ana, la ayudante del farmacéutico, que, tal y como le prometió Alfredo, fue la primera en probarla, pues, antes de presentarla al concurso, le envió un trocito, con pompa incluida, y una nota que decía: <>.
Fue el amor de Ana, que se ganó con aquel detalle, el verdadero premio que la tarta “Carmencita” regaló a su autor, el bueno de Alfredo. Eso, y la certeza de que todo en la vida llega, sólo necesita su tiempo, tal y como lo decía su madre, tal y como su sobrina le enseñaba entre incansables soplidos hasta fabricar la pompa perfecta, y tal y como tantas veces Alfredo lo aprendió a través de sus tartas, a pie de horno.

martes, 16 de noviembre de 2010

EL MOÑO DE ISABEL

Quién me iba a decir a mí que me podía pasar esto. A mí, que he tenido más mala estrella que aquél al que se cagó la paloma en una plaza abarrotada de gente…¡y encontrarme 50 euros en la puerta del ascensor!
Me educaron con el catecismo bajo el brazo y una moneda entre las rodillas, para que nunca separara las piernas (“¡Tú, que la monedita no se te caiga, hija!”, me decían mis padres) y debido a ello yo debería haber ido puerta por puerta del edificio y haber buscado al dueño de ese billete. Pero no, tuve un momento de lucidez y me dije: “Mira, Isabel, antes de que se los quede otro que finja ser su dueño y no lo sea, te los quedas tú, que ya está bien de limpiar escaleras por cuatro perras, y nadie te lo valore, ¿eh?”. Así que me los he quedado. Reconozco que cierta pelusilla se me ha quedado en la conciencia, pero…¡anda ya! Se me va a quitar en cuanto me siente en la peluquería.
Sí, he decidido gastarme los 50 euros en la peluquería. Ni me acuerdo ya de la última vez que fui a una. Creo que para la cena a la que mi difunto Sancho me invitó por nuestro vigésimo aniversario. Pobre, ése fue nuestro último aniversario juntos, hace ya siete años. Así que por él me voy a poner un moño como el que me hice esa noche.

- Usted dirá señora- me dice la peluquera.
- Quiero un moño bien bonito, bien alto, muy apretado, ¿sabe?
- Pase por aquí.
Y allí me jalona el pelo, me lo desenreda bien, me lo estira, me lo separa en tiras, me lo lía, me lo deslía, me lo agarra con ganchillos, me lo baña en laca…
- Ya está. ¿Le gusta? – y la peluquera me extiende un espejo para vérmelo.
- Me encanta. A mi Sancho le encantaría.
- Son 45 euros.
Y yo le largo orgullosa mi billete.

De vuelta a casa, camino muy derecha, con el moño muy alto, mi pelo muy tirante.
- ¡Isabel, qué guapota te has puesto, mujer! ¿Te ha “salío” un plan, chiquilla? – me grita Manolo, el frutero, que yo creo que me anda tirando los tejos.
- Muchas gracias, Manolo, hijo, que Dios te conserve la gracia por muchos años.
Y me voy para mi casa, muy contenta. Pero, al ponerme frente al espejo que tengo en el salón, sobre el mueble donde guardo la mantelería, me miro y me da la sensación que oigo la voz de mi Sancho, que me dice:
- Ay, Isabel, gordita mía, si a mí me gustas tú con tu melena negra suelta, al natural, como tú eres.
Parece que lo estoy viendo, ahí sentado en su butacón, con el periódico en las manos, las babuchas puestas y el chándal que se ponía para estar por casa. ¡Cómo lo echo de menos! Así que me suelto el moño, para mi Sancho, que Dios lo tenga en su gloria. Y mañana cogeré los 50 euros que tengo guardados en mi cajita de los ahorros e iré a ver si encuentro quién lo perdió.

LA EXTRAÑA RECLAMACIÓN (o cómo pedir cuentas por el amor que no llega)

- Buenos días, ¿es aquí donde un consumidor puede poner una reclamación?
Levanté la mirada del teclado del ordenador (aún me cuesta escribir algo sin tener que mirar dónde debo poner los dedos) y vi ante mí un hombre joven, de unos treinta y tantos años, bien vestido, pelo negro y abundante, peinado hacia atrás, gafas de diseño moderno y una carpeta en las manos. Olía bien, a limpio, a recién duchado y afeitado.
- Sí, esta es la oficina del consumidor.
- ¿De cualquier tipo de consumidor?
- Hombre, de cualquier tipo…- dije, con expresión burlona.
El hombre no se rió, así que rápidamente borré la sonrisa que había empezado a esbozar en mi rostro y recuperé la compostura.
- Deseo poner una queja.
- Usted dirá.
- Quiero quejarme de que me hayan partido el corazón por enésima vez.
Bizqueé y contuve no sé si una carcajada o un grito de socorro por haberme tocado al loco del día. Crucé los dedos de las manos, a modo de súplica, y los acerqué a mi boca. Quizá mi instinto me decía que me pusiera en oración, no sé, pero lo cierto es que el tipo ni se inmutó, sino que siguió con la explicación.
- Verá, tengo treinta y seis años. Desde los siete he sido un fiel consumidor del amor y éste me ha decepcionado. No ha sabido contentarme como usuario, muy al contrario, parece empeñado en que yo prescinda de sus servicios, cosa que sabe que no puedo hacer. ¿No es la obligación de una entidad satisfacer a sus clientes, más cuando dichos clientes han demostrado una fidelidad y una tenacidad a prueba de desengaños?
El joven pareció esperar a que yo le respondiera a su pregunta con unas palabras que lo contentaran, pero yo no acerté a encontrarlas. Es más, no acerté a hablar, así que simplemente asentí con la cabeza mientras seguía con mi pose de beata octogenaria en la misa de domingo.
- Mire, a los siete años me enamoré de mi compañera de pupitre, Olga se llamaba. Tenía unas largas trenzas pelirrojas que me tenían hipnotizado, y me pasé todo el segundo trimestre compartiendo mi bocadillo de chocolate con ella, sin protestar, un día tras otro. Cuando terminó el trimestre decidió que ya no le gustaba mi bocadillo y se marchó con el delegado de la clase, que traía para desayunar todos los días un zumo y bocadillo de chóped. ¿Me abandona por un tío que come chóped? Pues sí, así fue, y me dejó plantado, roto de amor, y con una caries de narices.
Quise sonreír. Me imaginé a esa niña de trenzas rojas zamparse sin piedad medio bocata de chocolate mientras el otro babeaba de amor y me pareció muy curioso que abandonara tan delicioso manjar por el chóped, que no tiene nada de glamur. Ciertamente, la vida es injusta a la par que incomprensible. Así que deseché la idea de sonreír y opté por asentir con la cabeza, totalmente empática.
- Hasta los catorce años no volví a poner mis ojos (ni mis bocatas) en otra chica, hasta que apareció Elena, la hija mayor de los nuevos vecinos del quinto. Era tan dulce que me quedé prendado de inmediato, y me ofrecí a enseñarle el barrio y presentarle a todos mis amigos. Cada día la esperaba y la acompañaba al instituto, que era el mismo en el que yo estudiaba. Al terminar las clases, la esperaba y la volvía a acompañar a casa. Así, un día y otro día y otro día…hasta que decidí darle el primer beso. Y justo después del mismo, ella me dijo que se había enamorado de un compañero de su clase, pero que no había querido decírmelo antes porque guardaba la esperanza de que a mí no me gustara ella. ¡O sea, que ella estuvo todo el tiempo sospechando lo que mi corazón sentía, y la muy listilla no me lo dijo sino que prefirió esperar a que yo hiciera el ridículo de aquella manera! Me pasé todo lo que quedó de curso con una depresión que me llevó a probar el tabaco. Fumaba de manera compulsiva, esperando que con el humo se esfumara mi pena, pero la pena no se fue y yo me convertí en un fumador empedernido.
Yo retiré las manos de mi boca y acerté a decir <<¡Vaya por Dios!>>, porque la verdad es que el hombre me dio pena. Un palo de esos en la adolescencia te deja marcado, y este pobre ya llevaba dos en su corta vida de Don Juan.
- ¡Dios! Oiga, Dios se ocupa de los pobres, de los marginados, de los enfermos y de las viejas que están a las puertas del cielo, pero a los enamorados no correspondidos que les parta un rayo. No digo que los otros problemas no sean importantes, pero, en fin, algo podría hacer, ¿no?
- Hombre, no compare usted el hambre en el mundo con los enamorados – contesté yo, algo indignada, pues toda mi vida he estado en colegio de monjas y las cosas de Dios me parecen muy serias.
- Un enamorado es también un hambriento – respondió él, con un halo de misterio.
Ante tamaña poesía me quedé muda, pero no por mucho tiempo, pues me dispuse a discutir esa exagerada comparación, mas no pude, pues él siguió con su relato de amoríos:
- Desde los catorce a los veinte años no cejé en mi búsqueda del amor de mi vida, pero no tuve suerte. Primero apareció Juani, con la que estuve seis meses y que me dejó porque decía que quería conocer a más gente. Luego vino Sonia, con la que salí durante un año, y que cortó conmigo porque se aburría. Después de Sonia llegó Esther, con la que estuve ocho meses hasta que rompió conmigo porque le dieron una beca de estudio en el extranjero. Como verá, en ningún momento he dejado de ser un consumidor del amor, pero parece que eso no se me tuvo en cuenta.
- Ya veo – le dije.
A estas alturas yo tenía que haber llamado ya a seguridad para que se llevara de allí a ese loco pero no lo hice porque, a decir verdad, su historia me tenía cada vez más intrigada.
- A los veintiún años conocí a Loreto. Eso sí que fue un flechazo. Nos conocimos en una fiesta que organizaron unos amigos comunes y ya no nos separamos. Estuvimos juntos diez maravillosos años, tiempo en el que me reconcilié con el amor y todos sus emisarios (entiéndase como emisario del amor a Cupido, por ejemplo). Era de cajón que aquella historia terminara en boda, es por ello por lo que en nuestro décimo aniversario le pedí matrimonio. Como en las películas, me arrodillé, extendí mis manos hacia ella, sosteniendo una cajita abierta con un anillo de oro blanco con una circonita (no me daba el dinero para un diamante) y le pedí que se casara conmigo.
- ¿Y qué pasó? - pregunté toda enganchada que estaba ya a aquella retahíla de amoríos.
- ¿Que qué pasó? ¡Que me dijo que no! Que después de tantos años juntos se había dado cuenta de que ya no sentía por mí lo que sentía al principio. Que me quería, que me tenía cariño, pero de ahí a casarse conmigo…¡vamos, que sentía lo mismo que se siente por un perro al que tienes de mascota desde hace diez años! Y allí me quedé clavado, de rodillas, con la mano que sostenía la cajita con el anillo aún extendida hacia ella y una cara de idiota que no podía con ella.
- Pues sí, un palo muy gordo- dije, realmente impactada.
- Y tanto. Tardé dos años en reponerme de aquello, hasta que conocí a otra chica, a Úrsula. Pensé que tantas experiencias vividas y tantos fracasos habían valido la pena ahora que había encontrado a Úrsula. Fue como si entonces todo adquiriese sentido, todo encajase. Todas las penas y todos los desengaños tenían que ocurrir para que ella pudiese llegar a mi vida, no sé si me entiende.
- Perfectamente – le respondí con toda vehemencia, pues sí que le había captado.
- Pero todo se fue al garete, todo fue un espejismo. Después de año y medio juntos Úrsula me dijo que se había dado cuenta que ella no está preparada para comprometerse con nadie, que no sabía si quería casarse y tener hijos y todas esas cosas que un idiota como yo sueña con tener.
Entonces al pobre hombre se le llenaron los ojos de lágrimas y la voz le tembló. Me entraron ganas de agarrarle de la mano para manifestarle mi apoyo y hacerle ver lo mucho que le entendía, pero no me pareció correcto, así que simplemente me quedé allí, asintiendo con la cabeza lentamente, haciéndole ver que su dolor es perfectamente comprensible. De repente, él sacudió la cabeza, como para recuperar la firmeza que le llevó hasta la oficina de defensa del consumidor, y me dijo:
- Así que nada, aquí vengo a poner una reclamación. No se puede tratar así a una persona que no ha hecho otra cosa que apostar por el amor una y otra vez, que ha sido cariñoso, que ha estado atento a la otra persona, que lo ha dado todo hasta agotarse. No, hombre, no. Esto es una estafa, un engaño, a la gente no se la puede tratar así, no.
Me quedé muda. Bajé la vista al mostrador y pensé que quizás ya había llegado el momento de ponerle un poco de sensatez al asunto. Estaba claro que ese señor no estaba bien. Si todo lo que me había contado era verdad, el pobre había quedado hecho polvo después de tantos chascos en el amor, y si todo lo que me había contado era una trola entonces es que ese pobre necesitaba un médico ya. Decidí convencerle de alguna manera de que eso no se podía hacer y de que estaba segura de que la vida le sorprendería con algo maravilloso, pero cuando levanté la vista y mis ojos se toparon con los suyos, pude sentir en mí todo el dolor que él llevaba por dentro, e instantáneamente recordé cómo se siente uno cuando una relación importante se acaba, cuando alguien te suelta que ya no te quiere cuando tú sigues queriendo. Recordé el pellizco que te agarra por dentro, en el pecho, tanto que te cuesta respirar. Un nudo que buscas deshacer con un profundo suspiro que a duras penas puedes lanzar porque sabes con toda certeza que el amor se ha ido para no volver, que vuelves a estar sola, que todo camino andado te vuelve a llevar al principio, sólo que más cansada, más abatida, más triste, con el corazón demasiado frágil de tantas veces que se ha roto con la esperanza decolorada, parda, sin brillo. Y te preguntas cómo seguir respirando, cómo sobrevivir a tantos recuerdos, a tantos besos que se dieron y ahora no sabes dónde quedaron exactamente. Sí, yo también me había sentido así alguna vez, y, la verdad, también me había hecho las mismas preguntas que él, así que cogí un formulario de reclamaciones y se lo extendí:
- Tenga. Y si tiene alguna duda, pregúnteme.
El joven suspiró y mirándome a los ojos me dijo <> de una forma tan sincera que me llegó al alma. Se retiró a una mesa, y, después de sonarse la nariz, se puso a rellenar el papel. Yo le observaba y pensaba en mi trayectoria en el amor. Es curioso cómo los desengaños amorosos se recuerdan de una forma más viva que los buenos momentos vividos en pareja. Creo que es así porque en el fondo el ser humano cree que el hecho de que en el amor todo funcione es lo esperable, lo deseable, y por ello, cuando todo funciona, no lo agradece, ni se sorprende por ello, lo vive porque considera que eso es lo normal que debe ocurrir, y que lo que no es normal ni deseable es sufrir por querer tanto.
Tras unos minutos, el joven vino hacia mí, y me extendió el formulario.
- ¿Tengo que hacer algo más?
- Nada más, esperar a que le contesten.
- ¿Y tarda mucho?
- Depende del número de reclamaciones, de la mayor o menos dificultad para resolver su problema…pero creo que en un mes sabrá algo.
- ¿Un mes? Los corazones no cicatrizan tan pronto.
- Cierto.
Sólo acerté a decirle eso. Entonces el joven me dio las gracias de nuevo y se despidió con un <> muy cortés. Por un momento pensé que mandar aquello era una locura, que podría caerme un puro bueno por ello. Pero esa duda me duró sólo un par de segundos. Cogí la reclamación y la puse entre las demás que tenía que enviar. <>, me dije, y miré hacia la puerta por donde el joven se había marchado. De los labios se me escapó un <> en voz baja, porque ya se sabe, digan lo que digan sobre cultivarlo, regar la plantita día a día, trabajárselo…en el fondo en el amor la suerte no sólo es importante, sino que además es necesaria.

¡Hola a todos!

Soy una apasionada de la escritura y aquí iré colgando algunos de mis escritos. Os invito a leerlos y, si os apetece, a comentarlos, y así aprender un poco más de lo que más me gusta hacer en la vida: escribir.
Gracias por entrar.

LA TÍA CLARA

La tía Clara siempre fue un personaje atípico de la familia. Desde el primer momento que puso un pie en el mundo dio la nota, porque la tía Clara nació con el pelo largo. Todos los bebés nacen con poco pelo, apenas una pelusa en la coronilla, pero la tía Clara no. Cuando a mi abuela, su madre, le llevaron la recién nacida Clara, se quedó boquiabierta, pues aquella pequeña bebé, aún todavía morada por los esfuerzos para salir de las entrañas de su madre, tenía una espesa melena negra que le llegaba por los hombros, y fue necesario poder apartarle el pelo de la cara para descubrir que Clara era una preciosa niña que había nacido sin apenas hacer ruido, con una melena negra brillante y una expresión muy serena en su rostro. Tan espesa era su melena, que, llegado el día de su bautizo, apenas tres meses después de su nacimiento, la abuela de la tía Clara quiso que se le cortara el pelo porque creía que el cura se asustaría y se negaría a echarle las aguas benditas:
- Hija, que el cura se va a asustar cuando vea una niña tan chica y con tanto pelo.
- Clarita ha nacido así y así se bautizará.
Y efectivamente, el cura se llevó un susto de muerte cuando la madre de Clara le quitó el gorrito a la niña, dejando a la vista una melena demasiado larga para una niña de apenas 3 meses. Y Clara ni siquiera se dio cuenta del agua bendita vertida sobre su cabeza pues el espesor de la melena impidió que el agua traspasara el pelo y le llegara a la cabeza.
La rareza de la tía Clara fue creciendo a la vez que crecía su melena. Fue la niña más extraña y con el pelo más largo de todo el colegio. Todos los niños la observaban siempre de lejos. Nunca se metieron con ella por ser diferente pero procuraron no mezclarse en su camino. Y es que una niña que se pasaba la hora del recreo leyendo en vez de jugar al cordel o al pilla-pilla, que se sabía perfectamente todas las preposiciones y adverbios, y, lo que era más peligroso, nunca sacaba faltas de ortografía en los dictados y hacía redacciones de más de dos folios en sólo media hora, sacando dieces en todas ellas, no podía ser una niña normal.
Y en efecto, normal no era, porque mientras las demás chicas, conforme fueron creciendo, iban haciéndose enfermeras, maestras, abogadas o dependientas en tiendas de modas, y se iban casando y teniendo hijos (como manda la sagrada tradición), la tía Clara sólo pensaba en escribir, escribir y peinar su larguísima y negra melena, que ya le llegaba por la cintura.
- Desde luego, tú tienes la culpa de que Clarita haya salido tan rara, hija. Desde ese bendito día en que la bautizasteis y el melenón le impidió que el agua le llegara a la cabecita, Clara parece estar maldita- le decía mi bisabuela a mi abuela.
- Mamá, por favor, que pareces nacida hace dos siglos con esa mentalidad, por favor.
- Si es verdad, hija. ¿No ves que no tiene amigas?
- ¿Quién dice que no las tiene?
- Hija, que no sale nunca por ahí.
- Eso no quiere decir que no tenga amigas, mamá.
- Bueno, mujer, ¿y novio? A su edad, ya debería estar, por lo menos, preparando el ajuar.
- Mira, mamá, si Clara no tiene novio, no tiene amigas será que la gente con que se ha topado no ha sabido valorarla, ¿no?
- ¿Nadie, nadie la ha sabido valorar?
- Déjalo ya, mamá.
- Y escribir…¿eso le va a dar de comer?
- Déjalo ya, mamá, por favor.
- Y esos pelos…¡podría arreglarse la melenita, que parece una bruja…!
- ¿Tú quieres a Clara, mamá?
- Claro, hija, ¿no la voy a querer? Si es mi nieta…
- Pues ya está. Clarita es así, y así la tenemos que querer.
Mi madre presenció aquella conversación mientras ayudaba a pelar patatas, y siempre me dice que, en cuanto su madre hizo aquella pregunta, ella dejó de pelar patatas y las miró fijamente, primero a su abuela y luego a su madre, que habían reanudado la labor de pelar patatas. Y nunca supo qué fue peor, si aquel silencio que de repente se extendió en aquella cocina, o el hecho de que a Clarita “había que quererla”, como si de una obligación se tratara.
Nunca supieron con certeza si la tía Clara era ajena a estas conversaciones que se producían casi siempre entre pucheros. Mi madre siempre cuenta que la tía siempre parecía estar en su mundo, un mundo secreto al que nos invitaba de vez en cuando, cuando nos leía uno de sus cuentos. Entonces, dice mi madre, todo parecía llenarse de magia y todos creyeron que podría ser una buena escritora.
Otras veces, me decía, la tía Clara miraba con tristeza a su madre, como si sintiera pena no ser lo que se suponía que tenía que ser para hacerla feliz. Y cuando su madre se percataba de ello, le decía, acariciándole el hermoso pelo largo:
- Anda, Clarita, cuéntame un cuento.
Y la tía Clara lo hacía, transportándola lejos, muy lejos de todos sus pensamientos, preocupaciones y tristezas que el día le había deparado.
Pero un día, harta de oír tras la puerta de la cocina los reproches de su abuela, la tía Clara tomó la decisión de su vida: se cortó el pelo. Sin decir nada a nadie se marchó a la peluquería del barrio, ese barrio que también tanto la criticaba, y se lo cortó. La larga cabellera que le llegaba hasta la rabadilla quedó reducida a un peinado de cuello corto, patillas y flequillo largos, y volumen en la parte alta de la cabeza. Mi madre decía que aquello en casa fue toda una revolución: todos alabaron su acierto en el cambio de imagen, en especial la abuela, que, contenta, dijo:
- ¡Ahora sí que te va a salir novio, Clarita!
Y Clarita suspiró, aliviada.
A partir de ese momento, la tía Clara recibió llamadas de algunas chicas y chicos que preguntaban por ese cambio que a todos había dejado boquiabiertos, e insistieron en quedar con ella y tomar un café con la nueva Clara. Y la tía empezó a salir más, a ir de acá para allá, a comprarse ropa, presumir, tontear…¡hasta cazar marido logró, para satisfacción de todos y alivio de su abuela!
La tía Clara, con su nuevo peinado y su nueva vida, logró ser una chica como todas las demás, y mi madre dice que tanto su madre como su abuela parecían ya quererla de forma espontánea, sin tener que esforzarse para ello. Pero cuenta mi madre que la tía nunca más escribió. En el suelo de la peluquería no sólo quedaron un montón de cabellos huérfanos, sino miles de palabras, de sueños, de historias mágicas que nunca más volvieron a aquella casa donde parecía que la tradición y la normalidad habían ganado a la fantasía.
Yo también nací con el pelo largo. Mi madre dice, con sorna, que cuando me llevaron junto a ella en el hospital, recién nacida, me habían puesto una horquilla en el pelo que me dejara los ojos al descubierto. Dice que inmediatamente pensó en Clara, y en ese momento comprendió que a mí no me “tendría que querer”, sino que me querría sin más, tal y como fuera.
Como la tía Clara, yo también fui una especie de bicho raro de pequeña. Adoraba los libros y la escritura, y aún los sigo adorando. Los necesito tanto como respirar. De hecho, yo creo que más que aire, respiro palabras. Las inhalo, y luego las exhalo en el orden en que se me antoja.
Mi pelo no creció con la continuidad con que creció el de la tía Clara. A veces me lo he dejado largo, luego, con el calor me lo cortaba, luego me lo volvía a dejar crecer…Y con cada cambio siempre temí cambiar como lo hizo la tía Clara, siempre temí que las palabras me abandonaran y yo nunca volviera a ser aquello para lo que yo creo que nací. Pero nunca fue así. Lo único que yo tenía que dejarme largo para que nunca me abandonaran fue la confianza en mí misma.