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sábado, 11 de diciembre de 2010

CRISTALITOS ROTOS

El profesor Templeton vivía para sus dos pasiones: la Física y el amor, éste último personificado en la figura de su amada Rosalía. Era tanta su entrega a estas dos pasiones que logró unirlas gracias a Newton y su Ley de Gravitación Universal.
El profesor pensaba que, de la misma manera que la Luna gira alrededor de la Tierra atraída por ella, y, a su vez, la Tierra, con el resto de los planetas, lo hacía alrededor del Sol constituyendo un Universo en perfecto equilibro, a nosotros, las personas, nos pasa algo parecido. Somos cuerpos que nos atraemos en un espacio demasiado extenso y poblado. Buscamos siempre acercarnos a otros cuerpos, dibujando alrededor de ellos órbitas que nos salven del pesado yugo de la soledad y así se equilibre nuestra existencia. La Ley de Gravitación Universal es la única explicación científica que, según el profesor Templeton, se le podría dar al amor, que funciona como una fuerza directora capaz de agrupar los cuerpos por parejas, capaz de adherirnos a la vida y hacernos continuar en ella, como los cuerpos celestes se mantienen fieles a sus órbitas en el Universo.
-          Ésa es la única teoría que soy capaz de dar para aclarar tan extraña cosa que es el amor, y la única que me hace entender por qué nuestro universo personal se vuelve tan caótico e insoportablemente vacío cuando nos abandona esa fuerza: la de amar y ser amados - comentaba en una de sus tertulias, las que mantenía cada jueves por la tarde en la cafetería de la Universidad donde impartía clases.
            Pero lo que no sabía el pobre profesor Templeton es que él, muy pronto, iba a verse inmerso en ese caótico universo carente de amor del que habló en su tertulia, pues, a los dos años de romance de película con su querida Rosalía, ésta le abandonó por un universitario, quince años más joven que ella, y que la volvió loca de amor de la noche a la mañana. Se ve que se acabó la fuerza que la mantenía unida al profesor y se encendió otra que le hizo girar nuevas órbitas alrededor de un nuevo amante de músculos maravillosamente esculpidos, cabellera abundante y cara de príncipe azul de cuento.
            A raíz del abandono, el profesor Templeton se hundió en la más terrible de las depresiones. Éste pudo experimentar lo que es “que el corazón se te parta”. Porque los corazones se parten, no es poesía ni metáfora: se resquebrajan hasta dividirse en pequeños trozos que se mantienen dentro del pecho como cristalitos rotos dentro de un saco. Cristalitos que se clavaban en lo más hondo del alma del profesor, causándole un dolor agudo y continuo que no le dejaba vivir en paz. Y tan roto se quedó su corazón que incluso, cada vez que andaba o se movía, podía oír el sonido de esos cristalitos rotos moviéndose dentro del saco que era su pecho. Un sonido que delataba su profunda pena.
            Desilusionado, el profesor Templeton quedó sumergido en lágrimas, gemidos suspiros y el tintineo de los cristalitos rotos que un día fueron un corazón enamorado. Este tintineo le acompañaba allá donde fuera. Al principio, todos se percataron de aquel extraño ruido que salía del profesor, pero, en menos de dos días, se acostumbraron, como si ese sonido fuera familiar, como si lo más normal fuera que de una persona rota  de amor brotara aquel sonido. Todos se acostumbraron a aquella sonora tristeza, todos, menos el profesor Templeton. Hasta que una mañana  encontró la solución, otra vez, en la ciencia. Si las cosas que no sirven y se tiran a la basura pueden reciclarse en nuevos objetos, ¿por qué no reciclar los corazones rotos?
            Con esta pregunta se encerró durante meses en su despacho, hasta que por fin elaboró un proceso científico, repleto de fórmulas y cálculos matemáticos, que permitiría a las personas liberarse del dolor que proporciona el desamor, dándoles la oportunidad de volver a amar como la primera vez, gracias a la adquisición de un corazón reciclado, hecho de los mejores restos que habían quedado de aquel que tenían y que quedó roto de desamor, pero con la oportunidad de que nada de lo triste y desgarrado que había a raíz del último fracaso amoroso quedara en ellos. Era como un corazón sin estrenar.
            Como manda la ciencia, el profesor Templeton decidió probar su experimento y así confirmar lo que sus teorías aseguraban, y para ello buscó a alguien que estuviera dispuesto a ser su conejillo de Indias. Son muchas las personas que van “tintineando” de desamor por ahí sin que nadie ya le dé la mayor importancia al hecho. El bueno del profesor se dio cuenta de que son muchas, muchísimas, las personas capaces de cualquier cosa con tal de recobrar las ganas de vivir, de eliminar de su interior tan dolorosos cristalitos rotos.
            Al muchacho se le encerró en una especie de armario metálico que el profesor diseñó, fabricó e instaló en el garaje de su casa. Este armario estaba herméticamente cerrado al exterior, aunque poseía una muy pequeña entrada de oxígeno de  fuera hacia dentro del mismo. Este oxígeno entraba por un pequeño tubito que terminaba muy próximo a la cara del joven. Éste, antes de entrar en tan extraño y mágico artilugio, tenía que ponerse una especie de escudo metálico para el pecho, constituido por una capa de cobre que permitía la transmisión a su corazón de las descargas eléctricas que se iban a suministrar en el interior de la cápsula a través de una manivela que reposaba en un lateral de aquella extraña cápsula-armario.
-          Será una descarga leve, suave, pero la justa para que tu corazón se reactive- le dijo el profesor Templeton antes de que el muchacho entrara en la “Cupido”, nombre que el profesor le había dado a la máquina.- No te dolerá, ya verás.
-          No creo que duela más que esta pena que llevo encima, profesor- el contestó el muchacho.
            Antes de la descarga se vertía una especie de gas que salía del suelo de “Cupido” hacia arriba, un gas cuya fórmula el profesor nunca quiso revelar, pero que sumergía al joven en un confortable sueño, a la vez que facilitaba la absorción de las descargas sobre el pecho. Lo que sí se podía decir de tan extraña sustancia era que olía muy bien y que como efectos secundarios sólo daba un poco de mareo y desorientación al despertar, efectos que pasaba en cuestión de segundos y por los que no había que preocuparse posteriormente.
            El experimento resultó ser un éxito y el joven “conejillo de Indias” olvidó su tristeza de amor en el mismo momento en que su corazón fue reciclado. La pena se le pasó, recuperó la alegría y la ilusión, y el dolor y repique de cristales en el pecho había desaparecido por completo.
-          ¡Claro, los cristales ya no estaban! La descarga ha rehecho lo que el amor rompió- le explicó el profesor, emocionado ante tan buen resultado.
            Y tan verdad era aquello que la prueba más evidente de ello fue que a los pocos días de su “intervención”, el joven encontró nuevamente el amor. ¡Eureka! El invento había dado resultado.
            La noticia de que el profesor Templeton había encontrado la fórmula de curar del mal de amores se extendió por toda la ciudad, y muchas fueron las personas que pidieron cita en la consulta del profesor para reciclar sus corazones, y, con ello, sus vidas. Parecía que eran más las personas que sufrían por amor que las que lo disfrutaban. Y muchas las personas que, aun sabiendo que el amor podía ocasionar el más doloroso de los dolores, estaban dispuestas a volverlo a experimentar.
            El número de “pacientes” aumentó tanto, que ya el profesor no daba a bastos con su consulta, y decidió montar una especie de “fábrica para reciclar corazones”. Allí construyó una extraña maquinaria consistente en un montón de “Cupidos” en cadena, todos ellos conectados a un dispositivo con dos botones, uno que al presionarlo suministraba la descarga eléctrica, y otro que introducía el gas mágico. Este sistema permitía llevar a cabo el reciclaje mediante procesos en serie, de tal manera que, mientras que en su consulta dedicaba una hora a cada persona, en el mismo tiempo en la fábrica podía “arreglar” a diez personas. Y así fue. La clientela aumentó considerablemente, y ya venía gente hasta de otros pueblos y ciudades. Aquello había resultado ser todo un éxito, y, lo que es más importante, un alivio para los corazones rotos.
            Pero, un buen día, desde su despacho en la fábrica, el profesor Templeton pudo divisar que, en la cola de personas que esperaban su turno para el reciclaje, se encontraba aquel joven que fue una vez su “conejillo de Indias”. Esa visión le contrarió. <<¿Es que acaso su corazón no quedó arreglado totalmente?>>, pensó el profesor. Y, en ese mismo instante, de repente, descubrió que en esa misma cola había más personas que ya habían pasado por allí otra vez.
-          Clara, ¿sabes si mucha gente ha venido más de una vez para reciclar su corazón? – le dijo a su secretaria.
-          Sí, profesor. Supongo que se les habrá vuelto a romper– respondió la secretaria.
-          Pero… ¡eso no puede ser! – exclamó el profesor Templeton.
            Y es que no contó con eso: si los envases de cartón de leche que se hacían con papel reciclado podían volver a romperse, ¿por qué  los corazones reciclados no iban a correr la misma suerte? Y la idea de que tal vez no había solución contra el desamor le produjo tal angustia que los cristalitos le oprimieron más que de costumbre hacían. Cuando se dispuso a salir del despacho vio que su secretaria le miraba divertida.
-          ¿Pasa algo, Clara? – le preguntó el profesor.
-          ¡Nada! Es sólo que me hace gracia ese “clin-clin” que sale de usted cada vez que se mueve. Lleva usted ya mucho tiempo con eso. Quizá ya es  hora de que usted se meta en una de esas máquinas suyas, ¿no cree’
            ¡El tintineo a cristalitos rotos, aquellos en que quedó reducido su corazón! Se había acostumbrado a su sonido de tal manera que ya casi no lo percibía.  Entre tanto jaleo que había causado su invento… ¡el profesor Templeton se había olvidado de reciclar el suyo propio! Pero, ¿por qué? ¿Es que, inconscientemente, no estaba seguro de que un corazón reciclado fuera la solución adecuada?
            El pobre profesor estuvo toda la tarde encerrado en su casa, reflexionando sobre el tema, al son de esos cristalitos rotos que se mantenían en su pecho. Tras horas y horas, el profesor Templeton entendió que, verdaderamente, un corazón reciclado no era resistente al fracaso amoroso. Y la explicación era muy sencilla: se debía a los efectos secundarios que provocaba el “tratamiento”. Ciertas moléculas extraídas de restos de la prensada de la uva (los mismos que se utilizan para la elaboración de orujo) y que formaban parte de aquel “mágico gas” iban directas al cerebro tras ser aspiradas por el “paciente”, y esto provocaba la eliminación de los recuerdos, esto es, al final también se reciclaba la mente de la persona. 
-          Es como ir en moto sin casco, tener un accidente, casi abrirse la cabeza, y una vez recuperado del mismo no recordar la necesidad de llevar casco. Es decir, no aprender la lección que el error cometido casi te lleva a la muerte- comentó el profesor lentamente, en voz alta, con la pipa en la boca, sin percatarse de que una extrañada Clara estaba frente a él con una nueva lista de “pacientes” en la mano.
            El profesor Templeton descubrió que el dolor es algo que no se puede, más bien, no se debe quitar de la vida de las personas. Por ello al día siguiente, mandó cerrar la fábrica de reciclar corazones ante la protesta de todos los “Romeos y Julietas” rotos de amor que habían en lista de espera para ser sanados.
            Dos semanas más tarde, el equipo de demolición del Ayuntamiento la derribó, aprovechando su terreno para construir un hermoso parque, que, con el paso de los años, y muy casualmente pasó a llamarse “El Paseo de los Enamorados” (no sólo por la belleza del sitio, sino también por un suceso tan morboso como el hecho de que allí pillaron al hijo de un influyente empresario de la ciudad en plena faena amorosa).
            El profesor Templeton aprendió a convivir con sus cristalitos rotos, no porque ya le resultaban indiferentes, sino porque los asimiló como parte de su existencia. Sin embargo, al cabo de un año, esos cristalitos dejaron de sonar, y fue entonces cuando el profesor comprendió que ya todo había sido superado. En ese preciso momento de su vida apareció Celia, la nueva bibliotecaria de la Universidad, que no dudó en llamar a su corazón, un corazón que ya había dejado de sonar y de pinchar en el pecho, y que descansaba  entero y vivo de nuevo. El profesor volvía a “entrar en órbita”. Y aunque sabía que el éxito no lo tenía asegurado, daba gracias al menos por el hermoso don de volver a sentir el amor. Pues, si algo aprendió el profesor Templeton de todo lo vivido fue, primero, que a los corazones hay que dejarlos cicatrizar solos (pues, a su ritmo, lo consiguen) y que, en verdad, de amor (o de desamor) no se muere nadie.