Bienvenidos a mi blog

Espero que disfrutes con mis escritos. ¡Deja un comentario!



martes, 16 de noviembre de 2010

LA EXTRAÑA RECLAMACIÓN (o cómo pedir cuentas por el amor que no llega)

- Buenos días, ¿es aquí donde un consumidor puede poner una reclamación?
Levanté la mirada del teclado del ordenador (aún me cuesta escribir algo sin tener que mirar dónde debo poner los dedos) y vi ante mí un hombre joven, de unos treinta y tantos años, bien vestido, pelo negro y abundante, peinado hacia atrás, gafas de diseño moderno y una carpeta en las manos. Olía bien, a limpio, a recién duchado y afeitado.
- Sí, esta es la oficina del consumidor.
- ¿De cualquier tipo de consumidor?
- Hombre, de cualquier tipo…- dije, con expresión burlona.
El hombre no se rió, así que rápidamente borré la sonrisa que había empezado a esbozar en mi rostro y recuperé la compostura.
- Deseo poner una queja.
- Usted dirá.
- Quiero quejarme de que me hayan partido el corazón por enésima vez.
Bizqueé y contuve no sé si una carcajada o un grito de socorro por haberme tocado al loco del día. Crucé los dedos de las manos, a modo de súplica, y los acerqué a mi boca. Quizá mi instinto me decía que me pusiera en oración, no sé, pero lo cierto es que el tipo ni se inmutó, sino que siguió con la explicación.
- Verá, tengo treinta y seis años. Desde los siete he sido un fiel consumidor del amor y éste me ha decepcionado. No ha sabido contentarme como usuario, muy al contrario, parece empeñado en que yo prescinda de sus servicios, cosa que sabe que no puedo hacer. ¿No es la obligación de una entidad satisfacer a sus clientes, más cuando dichos clientes han demostrado una fidelidad y una tenacidad a prueba de desengaños?
El joven pareció esperar a que yo le respondiera a su pregunta con unas palabras que lo contentaran, pero yo no acerté a encontrarlas. Es más, no acerté a hablar, así que simplemente asentí con la cabeza mientras seguía con mi pose de beata octogenaria en la misa de domingo.
- Mire, a los siete años me enamoré de mi compañera de pupitre, Olga se llamaba. Tenía unas largas trenzas pelirrojas que me tenían hipnotizado, y me pasé todo el segundo trimestre compartiendo mi bocadillo de chocolate con ella, sin protestar, un día tras otro. Cuando terminó el trimestre decidió que ya no le gustaba mi bocadillo y se marchó con el delegado de la clase, que traía para desayunar todos los días un zumo y bocadillo de chóped. ¿Me abandona por un tío que come chóped? Pues sí, así fue, y me dejó plantado, roto de amor, y con una caries de narices.
Quise sonreír. Me imaginé a esa niña de trenzas rojas zamparse sin piedad medio bocata de chocolate mientras el otro babeaba de amor y me pareció muy curioso que abandonara tan delicioso manjar por el chóped, que no tiene nada de glamur. Ciertamente, la vida es injusta a la par que incomprensible. Así que deseché la idea de sonreír y opté por asentir con la cabeza, totalmente empática.
- Hasta los catorce años no volví a poner mis ojos (ni mis bocatas) en otra chica, hasta que apareció Elena, la hija mayor de los nuevos vecinos del quinto. Era tan dulce que me quedé prendado de inmediato, y me ofrecí a enseñarle el barrio y presentarle a todos mis amigos. Cada día la esperaba y la acompañaba al instituto, que era el mismo en el que yo estudiaba. Al terminar las clases, la esperaba y la volvía a acompañar a casa. Así, un día y otro día y otro día…hasta que decidí darle el primer beso. Y justo después del mismo, ella me dijo que se había enamorado de un compañero de su clase, pero que no había querido decírmelo antes porque guardaba la esperanza de que a mí no me gustara ella. ¡O sea, que ella estuvo todo el tiempo sospechando lo que mi corazón sentía, y la muy listilla no me lo dijo sino que prefirió esperar a que yo hiciera el ridículo de aquella manera! Me pasé todo lo que quedó de curso con una depresión que me llevó a probar el tabaco. Fumaba de manera compulsiva, esperando que con el humo se esfumara mi pena, pero la pena no se fue y yo me convertí en un fumador empedernido.
Yo retiré las manos de mi boca y acerté a decir <<¡Vaya por Dios!>>, porque la verdad es que el hombre me dio pena. Un palo de esos en la adolescencia te deja marcado, y este pobre ya llevaba dos en su corta vida de Don Juan.
- ¡Dios! Oiga, Dios se ocupa de los pobres, de los marginados, de los enfermos y de las viejas que están a las puertas del cielo, pero a los enamorados no correspondidos que les parta un rayo. No digo que los otros problemas no sean importantes, pero, en fin, algo podría hacer, ¿no?
- Hombre, no compare usted el hambre en el mundo con los enamorados – contesté yo, algo indignada, pues toda mi vida he estado en colegio de monjas y las cosas de Dios me parecen muy serias.
- Un enamorado es también un hambriento – respondió él, con un halo de misterio.
Ante tamaña poesía me quedé muda, pero no por mucho tiempo, pues me dispuse a discutir esa exagerada comparación, mas no pude, pues él siguió con su relato de amoríos:
- Desde los catorce a los veinte años no cejé en mi búsqueda del amor de mi vida, pero no tuve suerte. Primero apareció Juani, con la que estuve seis meses y que me dejó porque decía que quería conocer a más gente. Luego vino Sonia, con la que salí durante un año, y que cortó conmigo porque se aburría. Después de Sonia llegó Esther, con la que estuve ocho meses hasta que rompió conmigo porque le dieron una beca de estudio en el extranjero. Como verá, en ningún momento he dejado de ser un consumidor del amor, pero parece que eso no se me tuvo en cuenta.
- Ya veo – le dije.
A estas alturas yo tenía que haber llamado ya a seguridad para que se llevara de allí a ese loco pero no lo hice porque, a decir verdad, su historia me tenía cada vez más intrigada.
- A los veintiún años conocí a Loreto. Eso sí que fue un flechazo. Nos conocimos en una fiesta que organizaron unos amigos comunes y ya no nos separamos. Estuvimos juntos diez maravillosos años, tiempo en el que me reconcilié con el amor y todos sus emisarios (entiéndase como emisario del amor a Cupido, por ejemplo). Era de cajón que aquella historia terminara en boda, es por ello por lo que en nuestro décimo aniversario le pedí matrimonio. Como en las películas, me arrodillé, extendí mis manos hacia ella, sosteniendo una cajita abierta con un anillo de oro blanco con una circonita (no me daba el dinero para un diamante) y le pedí que se casara conmigo.
- ¿Y qué pasó? - pregunté toda enganchada que estaba ya a aquella retahíla de amoríos.
- ¿Que qué pasó? ¡Que me dijo que no! Que después de tantos años juntos se había dado cuenta de que ya no sentía por mí lo que sentía al principio. Que me quería, que me tenía cariño, pero de ahí a casarse conmigo…¡vamos, que sentía lo mismo que se siente por un perro al que tienes de mascota desde hace diez años! Y allí me quedé clavado, de rodillas, con la mano que sostenía la cajita con el anillo aún extendida hacia ella y una cara de idiota que no podía con ella.
- Pues sí, un palo muy gordo- dije, realmente impactada.
- Y tanto. Tardé dos años en reponerme de aquello, hasta que conocí a otra chica, a Úrsula. Pensé que tantas experiencias vividas y tantos fracasos habían valido la pena ahora que había encontrado a Úrsula. Fue como si entonces todo adquiriese sentido, todo encajase. Todas las penas y todos los desengaños tenían que ocurrir para que ella pudiese llegar a mi vida, no sé si me entiende.
- Perfectamente – le respondí con toda vehemencia, pues sí que le había captado.
- Pero todo se fue al garete, todo fue un espejismo. Después de año y medio juntos Úrsula me dijo que se había dado cuenta que ella no está preparada para comprometerse con nadie, que no sabía si quería casarse y tener hijos y todas esas cosas que un idiota como yo sueña con tener.
Entonces al pobre hombre se le llenaron los ojos de lágrimas y la voz le tembló. Me entraron ganas de agarrarle de la mano para manifestarle mi apoyo y hacerle ver lo mucho que le entendía, pero no me pareció correcto, así que simplemente me quedé allí, asintiendo con la cabeza lentamente, haciéndole ver que su dolor es perfectamente comprensible. De repente, él sacudió la cabeza, como para recuperar la firmeza que le llevó hasta la oficina de defensa del consumidor, y me dijo:
- Así que nada, aquí vengo a poner una reclamación. No se puede tratar así a una persona que no ha hecho otra cosa que apostar por el amor una y otra vez, que ha sido cariñoso, que ha estado atento a la otra persona, que lo ha dado todo hasta agotarse. No, hombre, no. Esto es una estafa, un engaño, a la gente no se la puede tratar así, no.
Me quedé muda. Bajé la vista al mostrador y pensé que quizás ya había llegado el momento de ponerle un poco de sensatez al asunto. Estaba claro que ese señor no estaba bien. Si todo lo que me había contado era verdad, el pobre había quedado hecho polvo después de tantos chascos en el amor, y si todo lo que me había contado era una trola entonces es que ese pobre necesitaba un médico ya. Decidí convencerle de alguna manera de que eso no se podía hacer y de que estaba segura de que la vida le sorprendería con algo maravilloso, pero cuando levanté la vista y mis ojos se toparon con los suyos, pude sentir en mí todo el dolor que él llevaba por dentro, e instantáneamente recordé cómo se siente uno cuando una relación importante se acaba, cuando alguien te suelta que ya no te quiere cuando tú sigues queriendo. Recordé el pellizco que te agarra por dentro, en el pecho, tanto que te cuesta respirar. Un nudo que buscas deshacer con un profundo suspiro que a duras penas puedes lanzar porque sabes con toda certeza que el amor se ha ido para no volver, que vuelves a estar sola, que todo camino andado te vuelve a llevar al principio, sólo que más cansada, más abatida, más triste, con el corazón demasiado frágil de tantas veces que se ha roto con la esperanza decolorada, parda, sin brillo. Y te preguntas cómo seguir respirando, cómo sobrevivir a tantos recuerdos, a tantos besos que se dieron y ahora no sabes dónde quedaron exactamente. Sí, yo también me había sentido así alguna vez, y, la verdad, también me había hecho las mismas preguntas que él, así que cogí un formulario de reclamaciones y se lo extendí:
- Tenga. Y si tiene alguna duda, pregúnteme.
El joven suspiró y mirándome a los ojos me dijo <> de una forma tan sincera que me llegó al alma. Se retiró a una mesa, y, después de sonarse la nariz, se puso a rellenar el papel. Yo le observaba y pensaba en mi trayectoria en el amor. Es curioso cómo los desengaños amorosos se recuerdan de una forma más viva que los buenos momentos vividos en pareja. Creo que es así porque en el fondo el ser humano cree que el hecho de que en el amor todo funcione es lo esperable, lo deseable, y por ello, cuando todo funciona, no lo agradece, ni se sorprende por ello, lo vive porque considera que eso es lo normal que debe ocurrir, y que lo que no es normal ni deseable es sufrir por querer tanto.
Tras unos minutos, el joven vino hacia mí, y me extendió el formulario.
- ¿Tengo que hacer algo más?
- Nada más, esperar a que le contesten.
- ¿Y tarda mucho?
- Depende del número de reclamaciones, de la mayor o menos dificultad para resolver su problema…pero creo que en un mes sabrá algo.
- ¿Un mes? Los corazones no cicatrizan tan pronto.
- Cierto.
Sólo acerté a decirle eso. Entonces el joven me dio las gracias de nuevo y se despidió con un <> muy cortés. Por un momento pensé que mandar aquello era una locura, que podría caerme un puro bueno por ello. Pero esa duda me duró sólo un par de segundos. Cogí la reclamación y la puse entre las demás que tenía que enviar. <>, me dije, y miré hacia la puerta por donde el joven se había marchado. De los labios se me escapó un <> en voz baja, porque ya se sabe, digan lo que digan sobre cultivarlo, regar la plantita día a día, trabajárselo…en el fondo en el amor la suerte no sólo es importante, sino que además es necesaria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario